Esas manos de mujer

En la quietud de una alborada,
con los pies entre las aguas tediosas
teñidas de oro y plata
que se arrastran hasta la orilla,
mansas, cálidas, juguetonas,
gratamente acariciantes.

En la quietud de una alborada,
con los primeros rayos del sol
desgranando perlas de sal en nuestros cuerpos,
contorneando tu silueta,
la vista en lontananza,
tus manos en las mías.

Esas manos a las que desesperado
yo entregué la masa informe de mi alma fría
para que la amasaran,
para que la moldearan a su antojo de mujer.

Esas manos delicadas,
firmes siempre,
a veces temblorosas,
sin las que no sé qué hacer.

Manos que supieron arrancar a mi espíritu
sus más reacias aristas,
tallando,
poco a poco,
la gema bruta de mi ser
en mil formas deliciosas,
como el más excelso orfebre.

A ellas debo lo que hoy soy.

Ahora,
un día de septiembre,
en la paz de este dulce amanecer
contemplas tu obra
tras el terso lente de tu grácil candidez.

Tú, no conforme,
aduladora
y deliciosamente vacilante,
me muestras
otra desconocida faceta
de tu femenina esencia;
me enseñas a ser lo que yo no era.

Tú me muestras,
sutilmente
y del todo reveladora
con tu cuerpo y con tu mente,
de tu arte el secreto.

En este grato momento
y tuyo completamente,
tú,
en formas encantadoras
con las que yo me deleito
mientras recorro tu cuerpo,
después de ser el discípulo
me haces sentir el maestro.

07-11-1969

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