La oración del minero

portada novela La mina del espiritu errante¿Orar o rezar? La diferencia es explicada en mi novela La comunión de los ángeles. Pero no es necesaria en este momento ni es el motivo de este post.

El hecho es que, quienes en eso creemos de una u otra forma, en muchas ocasiones sentimos necesidad de dirigirnos a alguien por encima de nosotros. A ese sin nombre, forma, género ni mucho menos viciado con las debilidades de los sentimientos humanos; alguien a quien sentimos superior.

A mí no me agradan las defectuosas oraciones establecidas por otros para que las repitamos. Yo prefiero las palabras que salen de mi corazón de acuerdo con el momento.

Quiero compartir el Capítulo 11, al que titulé  «Una oración en un negro mausoleo», de mi novela La mina del espíritu errante. Como oración la podría titular «La oración del minero», aunque prefiero no hacerlo porque tiene cabida en cualquier parte. Quizás te pueda servir de algo.

Se trata del rezo que realiza José, después de varios días atrapado en una mina de carbón con un grupo de mineros, ya al límite de sus fuerzas físicas y anímicas, con pocas esperanzas de ser rescatados a tiempo.

Las horas afuera pasaron como siempre, una tras de la otra. Adentro, por el contrario, se habían detenido y lo mismo daba que fuera una que la anterior o la siguiente; mañana o tarde, día o noche: daba igual.

José quiso levantarse y quedó mareado por una bajada de tensión, producto de la debilidad y el agotamiento. Su pensamiento, libre de todo control voluntario, se elevó hacia el cielo llamando al único ser que él creía que podía ayudarles en esos momentos, convencido de que habían quedado exclusivamente en las manos del Supremo Hacedor. La neblina que enturbiaba su vista y su mente solo dejó claridad suficiente para rezar. Lo hizo con su corazón, en voz muy baja, inaudible para nadie más que para él mismo y para Dios, si acaso en ese momento estaba escuchando:

—Padre nuestro que estás en los cielos… No recuerdo ya cómo rezar. En este momento de confusión creo haber olvidado las oraciones que me enseñaron en la casa y en la escuela, también todas las del Seminario. Por lo tanto, permíteme hablar, aunque sea con mis pensamientos. Señor, Tú me conoces muy bien, absolutamente bien, pues nada hay oculto a tus ojos ni nada pretendo yo ocultarte, así como conoces a cada uno de los que están aquí conmigo. Tú ya has tenido tiempo sobrado para observarnos. Nos has visto hacer todo lo que nuestras limitadas fuerzas han permitido, porque ni vagos ni cobardes somos, que eso ha quedado bien claro.
»Santificado sea tu nombre. Es cierto que, en nuestro día a día, hemos fallado en el fiel cumplimiento de algún que otro de tus mandamientos. Que de muchas cosas fanfarroneamos, pero no de perfectos, mucho menos de bien hablados. Tampoco hemos sido los practicantes devotos de todos tus mandamientos. Poco nos habrás visto en la iglesia o reclinados ante un confesionario. Pero no por eso te hemos relegado al olvido.

»Padre que a mi lado te encuentras, yo sé bien que estás en todas partes y no limitado al altar de las iglesias. Por eso sé que me ves y me escuchas en este preciso momento y en cualquier otro. Lo sé, no porque me lo haya enseñado alguien, sino porque está en mi más íntima convicción. Sin tu presencia en todo, yo no sabría encontrar explicación lógica al orden que veo en la naturaleza, y al sentido que presiento en el universo cuando miro las estrellas.

»Padre que estás en todas partes, por esta íntima convicción que llevo en mi alma, yo sé que estás en el agua con que me has permitido saciar mi sed durante este encierro. También sé que te manifiestas en cada una de la más mínima piedra que hay en esta mina, que tu esencia divina está en el aire que respiro y en todo lo que me alimenta. Incluso en los lobos y depredadores que cazan a los débiles y enfermos, manteniendo el balance entre los animales silvestres. Yo sé que tu presencia impregna esta montaña que me acoge como al hijo en el útero, y que está en el carbón que arranco y extraigo de ella con enorme sacrificio; pero que me permite cocinar los alimentos que me das para vivir, mantenerme caliente en el frío invierno y transformarlo en energía para muy diversos usos.

»Padre mío que todo lo sabes, tú conociste al niño que fui y conoces al hombre que hoy soy. Ambos, niño y adulto, aún conviven dentro de este cuerpo en perfecta armonía y complemento, de forma tan íntima como el ayer y el mañana pueden estarlo en el presente continuo de tu divina mente. Yo sé bien que puedes dejarme abandonado a mi suerte, junto con todos mis otros compañeros, si esa es tu voluntad. Sé bien que ello no sería por castigo alguno, sino la simple continuidad del orden natural del nacimiento, vida y muerte que estableciste para todas las criaturas. Aunque a veces nos cueste tanto aceptarlo y comprenderlo, sobre todo cuando el término de vida no alcanza nuestras expectativas.

»Padre Omnisciente, estoy completamente seguro de que ves la situación por la que pasamos en este particular purgatorio en el que, por tu divina voluntad, hoy padecemos dolor, angustias, miedos y privaciones. Sin embargo, como todo tiene un propósito en tus designios, a través de esta experiencia nos has dado la oportunidad para revisar nuestras vidas y hacer frente a nuestros demonios y temores. Pero también estoy seguro, Padre Único y Eterno, de que tu Amor, creador de todo lo existente, es infinitamente misericordioso. Yo sé bien que tú puedes apiadarte y decidir mostrarnos el camino de salida, enviándonos alguno de tus ángeles gloriosos, que muy poca cosa somos todos nosotros juntos para pensar en merecer tu intervención directa.

»Padre Eterno que me escuchas con el amor y la comprensión total. Mi ánimo flaquea, pues la prueba está resultando superior a mi voluntad. Las fuerzas me abandonan aprisa, tanto como el aire que se escapa silbando del globo inflado que soltó su nudo. Como ese globo, mi mente ahora da alocadas vueltas sin dirección ni rumbo; estoy desorientado y perdiendo el sentido de la realidad, sin saber qué cosa hacer. En este momento, ya solo puedo hallar un poco de reconfortante consuelo y esperanza en tu pensamiento. Perdona mi debilidad humana, mas si es llegado el momento que has dispuesto para que deje este mundo, yo lo haré sin rechistar.
»Padre que por mí esperas en el continuo presente de tu voluntad. Confiadamente y sin miedo alguno yo miraré a los ojos de tu excelso y glorioso mensajero, cuando él se presente a buscarme, ya que tengo en mi ánimo la entereza de los justos. No es contigo, Señor, con quien tengo que estar en paz, pues nunca ha habido rencilla entre nosotros. Es conmigo mismo y con los hombres que debo estarlo. Con ellos estoy en paz, pues nada quedo debiendo ni siento rencor o envidia por ninguno. Conmigo estoy conforme de lo que soy y de lo que he hecho; por lo tanto: estoy listo para acudir ante tu presencia si así es tu deseo. Todos estamos listos porque, mejor que nadie, tú sabes que ninguno de nosotros tenemos temor de mostrarnos ante ti. Allí rendiremos cuentas por lo que hayamos hecho, y lo que no, con la vida que por tu amor nos concediste en préstamo.

»Padre misericordioso que sabes de mis anhelos y mis penas. Así como yo lo he visto en estas horas, tú también conoces nuestro único y verdadero temor y desconsuelo. Que no es por nosotros mismos, sino por aquellos que atrás dejaremos si ahora partimos a tu encuentro, creyéndolos desamparados luego de nuestra ausencia. Es por ellos que sufrimos. Pero es preciso que nuestra parte humana ceda, y que prevalezca la chispa divina que nos has dado. Nuestro espíritu ha de abandonar este mundo con la dignidad y la tranquilidad que ofrece la seguridad de tu gloria. Por eso, al igual que mis compañeros lo hacen en este momento o ya lo han hecho, yo también acudo en busca de tu ayuda para suavizar la amargura de este trago.

»Padre generoso y benevolente, yo nada quiero para mí. Solamente pido que te ocupes de aquella que escogí como compañera para el resto de mi vida, y del hijo que tuviste a bien concedernos. Y si no es mucho pedir, ocúpate por mí de aquellos que me permitiste elegir para ser mis padres terrenos al conformar mi cuerpo, dirigir mis pasos en este mundo extraño y hostil, y moldear mis creencias básicas enseñándome lo que bien supieron. Cuida y provee con abundancia a todos los seres queridos, que de nosotros dependen en alguna medida, porque los dejaremos atrás a sus propias fuerzas. Ahora, tal como los gorrioncillos, todos ellos quedan al amparo de tu Divina Misericordia. Que ese futuro que les aguarda, oscuro e incierto para nosotros, mas diáfano y cierto para ti, es la angustia que he visto que todos tenemos en común.

»Padre comprensivo que conoces lo que me conviene, si aun no ha sido llegada esa justa y bendita hora de postrarme ante tu magnífica presencia, no tardes en la ayuda. Pero sobre todas las cosas, Padre mío, hágase tu Divina Voluntad regida por la Sabiduría Absoluta, que no el capricho pasajero de la mía movida por la más supina ignorancia.

Un comentario en «La oración del minero»

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *