Cómo puedes aprender narrativa.

Una rueda de noria en una feriaMuchos que comienzan sus primeros pasos como escritores manifiestan sentirse trancados y confusos, a la hora de realizar descripciones narrativas de lugares, situaciones e incluso de personajes. Eso suele desanimarlos y acuden en solicitud de alguna clase de ayuda a foros y a grupos de escritores. Poco o nada se puede hacer para dar consejos sobre narrativa a través de unos comentarios. Es como el que pretendía que le enseñaran ortografía por ese medio.

Dentro del género epistolar no se utiliza la misma forma ni estilo para dirigir un oficio a una empresa privada, a un organismo público, a un departamento militar o a un juez, que una carta a una persona desconocida, a un familiar o a tu amigo más íntimo.

De igual manera, no es lo mismo escribir un manual de métodos y procedimientos, uno técnico sobre el manejo de un equipo, y un informe científico o técnico para una revista especializada; mucho menos un dictamen jurídico. Tampoco lo es la narrativa para una novela. No tienen nada que ver porque los estilos son muy diferentes. Yo he manejado todos ellos sin ningún problema, tanto realizando manuales de procedimientos como informes técnicos de accidentes marítimos y dictámenes jurídicos. Quizás la diferencia ha sido que cuando llegué a ellos, yo ya tenía muchos largos años de narrativa y de poesía tras de mí.


¿Se puede aprender narrativa?

Por supuesto, hay cursos para eso.

¿Qué tiempo lleva?

Eso depende de cada individuo. Los hay que terminan el curso y todavía no se aclaran, y habrá los que jamás escribirán algo decente. Se dice que no es poeta el que quiere, sino aquel que puede. En otras palabras: los individuos tienen ciertas predisposiciones y capacidades naturales o innatas, que pueden ser desarrolladas hasta obtener las habilidades necesarias como para descollar. Si no, que expliquen por qué un niño de tres años puede tocar el piano o el violín y componer una sinfonía. Entre los grandes genios musicales tenemos ejemplos suficientes.
Plumilla de escribir y una hoja
Hay escritores que nunca han necesitado esos cursos impartidos por escuelas.

De lo que he dicho hasta ahora se desprenden dos preguntas usuales y pertinentes:
Entonces, ¿cómo fue que aprendieron?

Cómo puedes aprender narrativa.

¿Qué puedo hacer yo para aprender narrativa si no estoy en condiciones de pagar una escuela?

Te voy a explicar, si tú estás dispuesto a leer, porque me parece que esto va para largo con los ejemplos que pondré.

Yo nunca pagué por aprender a escribir. Siendo estudiante de bachillerato, con doce años ya ganaba concursos literarios colegiales. Y en el colegio no me enseñaron a escribir narrativa ni se preocuparon en mejorar mis dotes.
Como no suelo dar consejos, salvo raras excepciones, te diré el método que yo seguí, sin saber que lo estaba haciendo.

Para los catorce años ya tenía escritos varios poemas y dos novelitas, y me había leído la mayoría de los libros de Julio Verne y los de Emilio Salgari. El Conde de Montecristo, Los tres mosqueteros, Alicia en el país de las maravillas y otros más. Incluidas múltiples novelitas de quiosco, esas de vaqueros y las rosa de Corín Tellado. El género no me importaba ni le hacía ascos a nada: todo era por el placer de leer y conocer. Aunque en ese momento no estaba consciente de todo lo que estaba aprendiendo.

Para los diecisiete años ya llevaba a cuestas muchas revistas de la magnífica Mecánica Popular, a la que estaba suscrito, llenas de múltiples artículos técnicos y tecnológicos que para mí resultaban conocimientos absolutamente enriquecedores. También había devorado una enorme cantidad de tomos del Selecciones del Reader’s Digest con sus excelentes artículos y síntesis de libros y novelas. Fue tanto lo que aprendí en ellos que me resulta imposible cuantificarlo. Conocimientos que, años más tarde, terminaría aplicando en mis novelas.

Mis maestros de narrativa.

Todos ellos fueron mis maestros en narrativa sobre cualquier situación posible. Quizás fue debido a todo eso, por lo que ahora manejo con soltura el género literario de acción, el épico, el de aventuras y el de misterio; tanto como el fantástico, el histórico, el romántico y el que se me atraviese. Lo mismo me fajo en una descripción bucólica y poética de un personaje, de unas callejas en la ciudad o de un bosque, como la del último fusil de asalto, del caza de la Segunda Guerra o el supersónico que necesito para mi novela. Lo demás fue escribir y escribir, revisar, borrar y volver a escribir hasta quedar satisfecho. Y mira que es difícil dejarme satisfecho en esto.

Se dice que el ser humano no está en capacidad de imaginar nada que ya no conozca previamente. Me suscribo a eso por completo y sin reservas. Es por eso por lo que, en mi opinión, para lograr crear una narrativa coherente y adecuada sobre algo tienes que visualizarlo primero, tenerlo claro en tu mente.

No suelo atascarme, aunque he tenido un caso extremo con un trozo narrativo que no me salía. Fue en la novela de Faysal al-Akram, el Jeque. No lograba describir satisfactoriamente aquella meseta de poca altura en medio del valle del río Éufrates, en el año 1076, en donde se asentaba la población de Al-Shurf con su oasis en el centro. Era poco más de página y media y me llevó varios días y muchas horas. ¿Cómo lo resolví?

Terminé por darme cuenta de que no tenía clara en la mente la geografía del lugar que yo estaba creando. Me puse en una meditación contemplativa de alrededor de una hora visualizando solamente el sitio. Luego hice como en la película de Encuentros cercanos del tercer tipo, en que la protagonista dibujaba la montaña de la Torre del diablo, que la obsesionaba. Por su parte, él llegó a realizar la maqueta tridimensional. Me puse a dibujar de diversas maneras la geografía del lugar con la meseta, el brazo del río que corría cerca de ella, el descampado en el centro de la ciudad con el oasis y el pozo de agua donde llegaban las caravanas de dromedarios, y todos los detalles necesarios. Casi dibujé la ciudad completa. Finalmente, con aquellas imágenes logré realizar la descripción que buscaba y que me dejó satisfecho. Fue simplemente describir lo que ahora estaba viendo con claridad.

He de aclarar que antes de comenzar a escribirlas, como ya he mencionado en otros escritos, yo suelo ver mis novelas como una película a la que luego me limito a describir en palabras escritas. Tengo gran facilidad de visión espacial tridimensional, por lo que puntué bien para la carrera de Arquitectura, aunque luego no la elegí. Pues de eso se trata la narrativa: de describir con palabras adecuadas las imágenes que estás viendo, sea en una película, una fotografía o en tu mente.

Como ya he señalado antes, hay distintas clases de descripciones. Si es para una novela y tienes que describir ese jardín y los árboles no lo vas a hacer como un informe científico, indicando la taxonomía de las plantas, los árboles y las aves. Tendrás que dejarte llevar por la vena narrativa y decir algo como:

Las frágiles mariposas, en sus erráticos vuelos casi etéreos, revoloteaban de flor en flor acompañadas por los trinos de las aves. Los diversos rosales, ese día parecían competir entre ellos con sus aromas que la suave brisa distribuía. Los piños de rojos frutos maduros destacaban en los dos cerezos del huerto, cargados a más no poder, a los que el sol arrancaba rojos reflejos iridiscentes haciéndolos más apetitosos. Fernando sonrió al evocar los rojos labios carnosos de Alicia, los dos sentados allí en su banco de los momentos tiernos.

Simple, ¿no? Se trata de describir «lo que ves», añadiendo todos los aspectos posibles de luz, sombras, aromas, sonidos, etcétera, que vayan acordes con el ambiente de que se trate. Esta ha sido una descripción quizás más propia de una novela romántica, aunque no necesariamente. Y sí, reconozco que ser poeta ayuda muchísimo. Pero con el mismo lugar y los mismos elementos podría ser una descripción distinta, si se tratara de una novela de misterio, una policiaca o una de terror.

Ejemplos narrativos.

Intentaré poner algunos ejemplos narrativos. Me gustaría que fueran de escritores consagrados. Pero no quisiera verme en dificultades con editores quisquillosos ni mucho menos con el Centro Español de Derechos Reprográficos (CEDRO), o con cualquier sociedad de gestión de derechos de autor, por no pedirles permiso para realizar citas extensas. Por ello es que echaré mano de algunas mías en novelas que ya tengo publicadas, sin que con ello quiera decir que las considero excelentes ni mucho menos. No es para su valoración literaria, sino como simples ejemplos de situaciones diferentes, que quizás te puedan servir.

1- Descripción narrativa del patio de un riad.

Los dos salieron del establo al gran corral trasero, en el que había no menos de una veintena de yeguas sueltas y varios potrillos que se divertían rebrincando. Algunos aprovechaban la sombra que daban unas altas palmas datileras.

Faysal y su padre entraron en la casa por la puerta posterior, que daba a los corrales, y cruzaron el gran patio, de planta cuadrada, al que denominaban el patio azul. Situado casi en el centro era el lugar predilecto para los juegos infantiles y las conversaciones de mujeres, como en ese momento, a la fresca sombra de los amplios corredores que lo circundaban con doce columnas unidas con arcos. En uno de los lados del piso superior, desde una de las ventanas que podían ser abiertas, una mujer hablaba con otras abajo. A través de las finas celosías de madera que cubrían otras de las ventanas, pertenecientes a las galerías y a las habitaciones de las mujeres, se entreveía la figura de alguna otra observando.

Varios niños y niñas corrían descalzos sobre el piso de mosaicos azules, finamente decorados con dibujos geométricos y arabescos, en los que por ninguna parte había una sola brizna ni el más pequeño grano de arena. Por los cuatro surtidores de la fuente de lapislázuli, situada en todo el centro del patio, surgía agua que le daba al lugar su distintivo toque sonoro y refrescante, que resultaba tan agradable para todos.

Un niño, de no más de tres años, caminaba dentro del agua del estanque cuadrado que bordeaba a la fuente. Muy concentrado en cazar algún insecto, apartaba con cuidado los primorosos nenúfares que flotaban. Otro niño, poco mayor, estaba sentado en el brocal de mosaicos azules con dibujos en blanco, amarillo y rojo. Deslizaba sus pies sobre los mosaicos del fondo como si tuviera algún afán en limpiarlos. Eso no le impedía chapotear para salpicar al otro.

Dos de las niñas, una de diez años y otra que ya andaría en los trece, llegaron corriendo y gritaban perseguidas por un niño algo menor. Ellas utilizaron a Faysal y a su padre como barreras para dar la vuelta y escabullirse. Faysal les dijo:
—No corráis tanto que os podéis caer y luego vienen las lamentaciones.
—Salima, hija, tú ya estás algo grande para esas carreras y juegos. ¿No te parece? —le dijo Hasán a la mayor.
[…]
(De la novela Faysal al-Akram, El Jeque, Capítulo I. «Un gran caballo para un gran viaje», págs. 29 a 31. Volumen I de la Tetralogía Almas Gemelas). (*1)

2- Descripción narrativa de un caballo árabe.

Al otro lado había un buen número de árboles frutales, unas pocas casas y un grupo de tres jaimas, alrededor de las cuales trajinaban algunas personas. En medio del lugar crecían altas datileras y otros árboles que proporcionaban sombra. Como centro de atención, entre ellas surgía un doble cercado bastante espacioso. Uno de ellos estaba vacío. Dentro del otro se movía un inquieto caballo que iba de un lado a otro. Era tan negro y lustroso como un cuervo y la luz del sol le arrancaba reflejos metálicos, casi azulados. El animal emitió un largo relincho.
[…]
Elión lo detalló con cuidado. Era de buena alzada para un caballo árabe, superando el metro cincuenta, y con una imponente masa muscular. El pecho era ancho, lo que indicaba una enorme capacidad torácica. Cruz musculosa e impresionante, larga espalda y grupa ancha. El tercio posterior era poderoso y el arranque de la cola estaba muy alto. El cuello era largo, aunque no demasiado, y en la frente destacaba un marcado jibbah. Las largas crines le caían por un lado del cuello.

Era un caballo extraordinariamente llamativo, en el que todo era imponente. Elión no creía posible que alguien pudiera permanecer indiferente al verlo. Le pareció estar contemplando toda la fuerza y potencia de un caballo frisón, contenida en el estilizado y brioso cuerpo de un árabe. Elión, como si estuviera hipnotizado, pasó por entre dos de los maderos del cercado.
[…]
(De la novela Amina y Záhir, dos almas gemelas, Tomo I, «La búsqueda». Capítulo 10 «Un indómito caballo negro como la noche». págs. 288 y 289. Volumen II de la Tetralogía Almas Gemelas). (*1)

3- Descripción narrativa de unas calles de ciudad durante la noche.

En un fresco amanecer antes del alba, la hermana Sabina caminaba por la ciudad. Regresaba al convento después de haber pasado la noche en el hogar de una solitaria anciana enferma que conocía, asistiéndola y sirviendo de compañía y consuelo.

La luna, con su redonda cara picada de viruela y regodeándose en la apoteosis de su propio plenilunio, hacía varias horas que había pasado el cenit e iba a media altura en el lento descenso del poniente. Su brillo daba una hermosa apariencia traslúcida y blanquecina a unas cuantas nubes, e iluminaba todo con su fría y difusa luz de neón.

Se trataba de un instante que a Sabina le agradaba de manera muy particular. Se presentaba justo antes de la alborada, único, pero repetible; mágico y místico a la vez. Ella lo consideraba el momento crucial por excelencia. Le traía fuertes reminiscencias muy, muy lejanas, de cabalgatas al amanecer en briosos caballos blancos y negros, entre dulces risas y montañas de amor. Era ese momento en que las luces del sol, aún invisibles más allá de la curvatura del horizonte oriental, dejaban entrever su influencia sobre las capas atmosféricas más bajas, que comenzaban a cambiar su negro tinte nocturno por el añil y el celeste; era el momento en que las criaturas de la noche y las del día podían verse cara a cara por un fugaz instante.

Eran el inicio en la transición de la noche al día, en la silenciosa y eterna pugna de la luz contra las sombras, que no querían ceder ni un palmo del espacio conquistado por tantas preciadas horas. Pero una vez más, como cada nuevo día, la derrota estaba cercana y la oscuridad retrocedía hacia occidente. Se refugiaba apresurada, al igual que el hombre vampiro escapa hacia las oquedades tenebrosas de oscuras y profundas catacumbas, o se encierra dentro del féretro para no terminar su existencia, también eterna, mas no inmortal, consumido en llamas al contacto con los refulgentes rayos del mitológico dios Apolo o Ra.
Había llegado el ineludible momento en que oscuridad y luz, fin y principio, se tocan y confunden. El observador hábil en el conocimiento iniciático podía lograr alcanzar un breve y glorioso éxtasis, como atisbo fulgurante de la misma Eternidad.

Era la hora del cierre de cajas y cuadrar las cuentas en bares y cantinas de trasnocho, discotecas, bingos y clubes nocturnos. La hora en que los borrachos, las busconas, travestis y otros especímenes humanos similares tratan de llegar a sus casas sin ser vistos por la vecindad; la hora crucial del alto de las prensas y rotativos, finalizado ya el tiraje diario de los medios de comunicación impresos.

Era aquella hora en que el hombre lobo recupera su condición humana sumiéndose en la misericordiosa amnesia que, por otras doce horas, lo apartará de sus sangrientos actos primitivos, realizados bajo el dominio de la poderosa e imperativa fuerza metamórfica de su licantropía, desatada por influencia de la misteriosa luz selenita.

Era la hora en que los desvelados agradecen el fin de su larga y cruel tortura; hora en que millares de murciélagos, guácharos y demás fauna nocturna voladora regresan a sus cuevas y escondrijos, ya saciado el apetito para todo un día.

Era la hora del cálculo astronómico para los primeros oficiales a bordo de buques en navegación de ultramar, con objeto de realizar la determinación preliminar de las estrellas más favorables para la observación matutina. Acto imprescindible, a fin de obtener con los sextantes las rectas de altura que les permitirán calcular una posición confiable; antes de que los celestes puntos luminosos desaparezcan opacados por la luz del astro diurno al orto.

Aquella era la hora del tonificar físico para los ancianos de ligero sueño, los amantes del trote en calles y parques; la hora del Tai Chi, del Yoga, la danza y los aeróbicos matutinos; la hora de gracias en los rezos y cantos de los monjes a laudes matutini.

Aquella era la hora de los mil trinos de pájaros llamando a su especie y demarcando el territorio. La hora de los pescadores que regresan al puerto tras la faena nocturna; de los lecheros, panaderos y repartidores de la prensa del día; hora de las furgonetas supliendo provisiones en mercados itinerantes y municipales, siempre primeros en abrir puertas a compradores madrugadores que buscan los productos de mayor calidad y frescura.

Era la hora mágica en que se perfeccionaba el canto del gallo anunciando a la aurora. Muy pocos vehículos circulaban por las calles; peatones, aún menos.

El callejeo nocturno.

La hermana Sabina, en el ejercicio de la meditación en movimiento, caminaba en la apacible compañía de sus pensamientos y la contemplación del entorno. Se concentraba en la cadencia de los pasos, el sonido de su lenta respiración, los acompasados latidos del sosegado corazón, y el fluir de la sangre llevando el vivificante oxígeno a todas las células. Y todavía le podía prestar atención a la irregular textura del suelo bajo sus pies; a la brisa que, en suaves ráfagas de desigual fuerza, acariciaba sus mejillas con fríos dedos; al sonido de las hojas y a los mil y un murmullos de la ciudad por la noche.

Se detuvo cerca de la plaza Mayor, desde la cual partían, en todas las direcciones, las viejas callejas medievales. Sintió el impulso de variar su camino habitual. Como no tenía prisa, sin parar mentes en consideraciones sobre conveniencias, repitió la frase aprendida de la hermana Teresa: «Veamos qué cosas suceden hoy».

Aunque fuese algo más largo el trayecto, ella aceptó dejarse llevar por lo insondable. Sus pasos tomaron camino por una de las callejuelas de ensueño, que atravesaban el casco viejo de la ciudad zigzagueando en dirección hacia los arrabales, o adonde quisieran llevarla.

No la atraían las asfaltadas y rectas avenidas proyectadas con tiralíneas por los urbanistas modernos. A ella le encantaba el aire antiguo de los viejos edificios, y la estrechez de las antiguas calles de piedra o adoquines. Seguirlas era ir al desenfado de sus trazados sinuosos, irregulares y caprichosos, de codos y recodos, vueltas y revueltas; algunas de ellas bautizadas con nombres significativos y pintorescos. Cada curva ocultaba el final y mantenía viva la curiosidad por saber lo que vendría más adelante.

Le agradaban en aquellas horas con la mortecina iluminación de las antiquísimas farolas, en las que tan solo parecía que se hubieran sustituido las arcaicas velas por bombillas modernas. Porque a medida que el peatón ávido de descubrimientos avanzaba, producía juegos de sombras chinescas sobre las paredes y el suelo húmedo por la niebla nocturna; alterando el sentido de percepción de las distancias. La longitud y anchura de las callejuelas, y las alturas de las construcciones que las delineaban, cambiaban con la noche. Las calles parecían distintas cada vez.

Un buen número de ellas finalizaban en alguna más amplia; otras eran apenas unos callejones de conexión, tan estrechos que se podría tocar de lado a lado sin necesidad de estirar por completo los brazos en cruz. Permitían el paso de dos personas hombro con hombro o de un jinete a lomos de cabalgadura; siempre que no fuese sobre un regio caballo Percherón o un bretón Shire. Y no faltaba la calleja que desembocaba en alguna soñolienta plazoleta sin salida, rodeada de viviendas con balcones y paredes engalanadas con multitud de tiestos, que lucían las flores de temporada.

El ancho de la calle por la que transitaba en aquel momento, en su afán andariego, podría permitir la circulación de un automóvil pequeño, aunque para ello los caminantes tendrían que achaflanarse a las paredes, como estampillas de correos en un sobre.

En aquel trecho, las plantas bajas de los edificios estaban destinadas a locales comerciales. Los anuncios exteriores indicaban el nombre de la tienda, su índole y antigüedad.

Aquí, una cuchillería fundada en la segunda mitad del 1600, en la que podía encontrarse cualquier tipo de navajas y tijeras que se fabricaran para los usos ordinarios del hombre. A continuación, una tienda de artículos de caza y pesca abierta en el 1710; en frente, una de filatelia y numismática perteneciente a la misma familia por varias generaciones.
Luego seguía una reconocida librería de principios del 1800, solo para coleccionistas y eruditos. Sus estantes, muy probablemente, estarían surtidos de libros aún más viejos que el propio edificio, donde no sería extraño poder encontrar primeras ediciones y algún que otro apetecido manuscrito o renombrado incunable.

Precisamente cuando sus sordos y mudos pasos la llevaban por una de esas vueltas, entretenida como estaba en la simple contemplación de aquel mágico mundo del reino de la fantasía nocturna, Sabina escuchó una melodía entonada por algún instrumento de viento que le sonó a flauta. Alguien había decidido practicar su arte a esa apacible hora.
Ella volteó la cabeza hacia un lado y otro. Sin embargo, no logró determinar la dirección de donde provenía. El sonido corría a lo largo de las callejas y resonaba por las paredes, como si saliera de todas partes. Por más que ella caminaba la oía siempre con la misma apagada y lejana intensidad, razón por la que no sabía si se estaba acercando o alejando de quien tocaba.

Poco después y casi de sopetón, desembocó en una pequeña y agradable plaza a la que llamaban la Corrada de la Fuente del Deseo Cumplido. Estaba rodeada de edificaciones residenciales compuestas de un bajo y tres plantas, cuyas fachadas daban la exacta cuadratura de aquel espacio.

La plazoleta así definida estaba rodeada por bancos de hierro forjado y madera colocados en forma circular. En el centro había una vieja fuente. Originalmente fue de piedra y hierro, pero recibió algunos cambios y añadidos en bronce durante su rehabilitación en la posguerra. Vertía sus frescas aguas potables hacia los cuatro puntos cardinales, para satisfacer la sed de los caminantes. De esa fuente, la tradición popular de lo milagrero decía que todo aquel que hubiera visto cumplido algún deseo, habría de beber de sus frías y cristalinas aguas en agradecimiento, si acaso quería asegurarse de que lo concedido fuera permanente.

Agachado a los pies de la fontana se encontraba alguien, que parecía ser quien tocaba el instrumento origen de aquella música. La iluminación lo alcanzaba apenas lo suficiente para poder apreciarse que vestía de blanco.

A las primeras de cambio, a Sabina le pareció uno de esos músicos callejeros que se acomodan en cualquier lugar concurrido, esperando que los transeúntes le regalasen algunas monedas en pago por su interpretación. Pero recapacitó en el hecho de que era demasiado temprano para ello.

Algo más curiosa ahora, como tenía que atravesar justo por el medio de la plazoleta, a medida que se acercaba al músico y la luz de las farolas ayudaba a la luna en su iluminar, Sabina pudo detallarlo algo mejor. El cabello parecía de un color claro tirando a rubio, en una melena hasta la altura de los hombros. Pero no se podía definir todavía si era hombre o mujer, pues la sombra que proyectaba su cabeza gacha, y la flauta de Pan que tocaba, ocultaban por completo su cara.
[…]

Este fragmento de narrativa tiene ya un contenido de tono más bucólico y poético.
(De la novela La comunión de los ángeles. Capítulo 19 «La hora misteriosa y mágica», págs. 483 a 489. Volumen III de la Tetralogía Almas Gemelas).

3,1- Otra descripción a pie de calle.

Nota de actualización del 24-01-2019: Estoy insertando este punto porque me ha parecido oportuna la comparación entre la narrativa anterior y esta, por lo distintas.

Con las manos metidas dentro de los bolsillos del pantalón, el hombre caminaba con indolente lentitud por la acera. Miraba los escaparates sin fijarse mucho, con la indiferencia de quien lo hace todos los días. Se detuvo ante una tienda de artículos deportivos y pareció detallar los que estaban en exposición. No obstante su aparente concentración en aquel examen, sus ojos fríos no miraban hacia adentro. Utilizaba la vidriera como espejo para atisbar a sus espaldas, intentando notar si alguien lo miraba o seguía. Continuó por la acera, como cualquier vecino que diera su aburrido y habitual paseo diario por el barrio. Sin embargo, él aprovechaba cualquier circunstancia para mirar por el rabillo del ojo hacia atrás y a los lados, sin apenas girar la cabeza.

Hizo alto frente a una venta de motocicletas. Se tomó un largo tiempo en admirar algunos de los modelos expuestos, meneando la cabeza como si diera su aprobación en unos y sintiera dudas con respecto a otros. Sacó una libreta y un bolígrafo y escribió algo. Luego guardó todo en el mismo bolsillo de la chaqueta y volvió a reanudar sus pasos, sin ninguna prisa.

Se detuvo junto a un vehículo estacionado y le observó las ruedas. Echó un vistazo al cielo, como evaluando el tiempo. Sacó un peine y aprovechó los cristales para peinarse. Pero sus ojos fríos solo estaban concentrados en observar con discreción los alrededores, los transeúntes y, sobre todo, verificar que en ninguno de los vehículos aparcados hubiera alguien sentado tras el volante esperando… o vigilante.

Guardó el peine y, con calma, buscó algo en los bolsillos del pantalón. Sacó unas llaves y bajó de la acera para rodear el auto por el lado del conductor. A pesar de tratarse de una calle de un solo sentido miró hacia ambos lados, para asegurarse de que no venían vehículos en ninguna dirección. Con las llaves en la mano pareció tener la intención de abrir la puerta, pero pasó de largo y siguió hacia un pequeño Seat Ibiza de dos puertas, color gris plomo, que estaba más delante. Abrió la puerta del conductor y entró, cerró, bajó los seguros, y encendió el motor. Se colocó el cinturón de seguridad y ocupó unos momentos en ajustar el espejo retrovisor interior, luego los exteriores de los costados. Mientras lo hacía observaba los alrededores y comprobaba, por enésima vez, que nadie le había prestado atención. El auto salió despacio y se alejó por la calle.

(De la novela La comunión de los ángeles. Capítulo 11 «Esas cosas del tiempo», págs. 256,258. Volumen III de la Tetralogía Almas Gemelas).

A diferencia de la narrativa 3, esta otra es una descriptiva más seca y concisa, sin ornamentos lingüísticos ni literarios, que está más acorde con el asunto del que se trata, el personaje (que ya fue presentado con anterioridad) y los motivos.

4- Narrativa de un ambiente selvático, una aldea pemón y unos jaguares.

La mujer rondaba los cincuenta años y vestía nada más que un pequeño guayuco de color rojo. Su mano derecha agarraba la gran esmeralda bruta que llevaba al cuello, y su actitud denotaba la fuerte emoción que estaba sintiendo, que manifestó en sus palabras:
—Esta noche la madre selva nos envía a su espíritu hecho amor, hijos míos. Ya se acerca, viene hacia nosotros.

Un hombre con una pierna entablillada estaba echado en su chichorro. Los otros once ocupantes de la churuata, entre adultos y niños, se agrupaban alrededor de la hoguera en actitud expectante.
En el medio de un claro abierto en la vastedad de la selva, cerca de un arroyo caudaloso, se asentaban las seis viviendas de forma circular del pequeño poblado pemón, de la etnia arekuna. Tenían techos cónicos de aguda pendiente, que estaban cubiertos con hojas de palma de moriche.

Los pobladores, ya guarecidos, se preparaban para dormir, con toda placidez, metidos en sus colgantes chinchorros hechos también con cordones de moriche. En el centro de cada vivienda, la hoguera se mantenía con abundante rescoldo y suaves llamas. Ahuyentaba un poco la frialdad de la noche, y alumbraba el interior todo lo que ellos requerían. El bahareque con que estaban hechas las paredes desprendía el característico olor, entre acre y tierra polvorienta. Era lo primero que todo forastero percibía, con cierto desagrado, cuando entraba en una churuata; pero que los pemón ni lo notaban.

Tan solo en aquella otra vivienda, de las seis, sus ocupantes esperaban la inminente llegada del espíritu de la selva, que sus vecinos desconocían. Sin embargo, no por esperado dejaba de causarles cierta inquietud y aprensión; excepto a la mujer de la esmeralda, que volvió a repetir:
—Ya se acerca, puedo sentirlo. El luminoso espíritu de la selva viene hacia nosotros. Está muy cerca.

Por encima del canto de las chicharras se escucho el fuerte rugido.
Toda la selva calló.
Se volvió a escuchar otra vez, poderoso. Se repitió de nuevo y otra vez más.
Para cualquier persona de la ciudad no era más que el rugido de un gran felino. En cambio, para los finos oídos de los indígenas pemón, nacidos y criados en la selva, fueron cuatro rugidos distintos. Provenían de cuatro yaguares machos que se encontraban bastante cerca. ¿Acaso andarían disputándose el territorio?

Los pemón quedaron pendientes.
Unos minutos después volvió a escucharse otro rugido, que fue respondido por tres más. Esta vez sonaban más cerca.
La mujer sonreía sujetando la esmeralda. Los otros ocupantes de la vivienda, al contrario que ella, mostraban signos de intranquilidad. Una joven, que aún no tenía veinte años, vestida también con su breve guayuco rojo al igual que las demás muchachas, le preguntó:
—¿Es ella, amäy?
—Es ella, Urami, es ella. Al fin la tenemos aquí.

En las demás viviendas, los hombres, ya intranquilos, se levantaron de sus chinchorros. Lanza en mano unos y con sus grandes arcos y largas flechas otros, fueron saliendo al centro del poblado, que estaba a unos sesenta metros del negro borde formado por la enmarañada selva. Aguzaron la vista, pero poco era lo que se podía ver.

Era noche de luna llena, que había salido con un par de horas de retraso y se encontraba a un tercio de su recorrido ascendente. Asomada apenas por encima de las copas de los árboles, de la selva venezolana lindante con Brasil y la Guayana, todavía iluminaba poco dentro de los claros abiertos entre la espesura.

En algunas zonas, hacia los tepuyes y cerros, la neblina flotaba inmóvil sobre la selva cual una gruesa sábana de algodones y lo enfriaba y mojaba todo. Creaba aquel peculiar olor a musgo, a moho, a fronda; a madera y hojas, a humus, a lombrices y tierra húmeda: a selva virgen.

De nuevo se escucho el rugido de un yaguar, luego un segundo. Poco después el tercero y el cuarto. Fueron más cerca que antes. Ya no cabía ninguna duda: eran cuatro machos y se estaban acercando.
Los hombres se consultaron, extrañados por aquel hecho. En muchos años no habían sabido de ningún yaguar en aquellos territorios, ahora escuchaban a cuatro. Pero ya no fue solo el sonido. Algo más atrajo la atención de ellos, para quienes la selva no tenía secretos, pero sí muchos misterios, espíritus y magia.

Por entre los apretados árboles se vislumbró una difusa luz blanca, similar a la que producía la luna que estaba más atrás. La observaron durante un buen rato hasta que estuvieron seguros. Los destellos de la luz, unas veces al quedar cubierta por los árboles y otras veces al pasar entre ellos, indicaban claramente que se movía y que venía acercándose en dirección hacia el poblado.

¿Quiénes podían estar tan locos como para caminar de noche en la selva? Tenían que ser hombres blancos, algunos tontos excursionista venidos de la ciudad y que estarían perdidos. Serían de los tantos que les gustaba visitar aquellos lugares, subir al Roraima y los tepuyes y dárselas de exploradores. Porque tan solo a ellos se les podría ocurrir tal locura nocturna, y solo ellos usaban lámparas que pudieran dar una luz como aquella. Fueran quienes fueran, caminando de noche en la intrincada selva lo raro era que ya no estuvieran muertos.
El fuerte rugido de un yaguar macho adulto se volvió a escuchar seguido de otro; los dos por el centro. Un tercer rugido surgió un poco más a la izquierda. El cuarto respondió viniendo de la derecha. Parecían estarse comunicando entre ellos.

Definitivamente: cuatro yaguares machos se acercaban desde distintos puntos cercanos. En felinos solitarios, que no cazan ni trabajan en grupo, eso era más extraño todavía que su propia presencia. Pero aquellos cuatro estaban coordinando sus movimientos.
[…]
Era algo que tan solo los agudos ojos de los pemón podían captar con suficiente claridad.
Podrían haber pasado desapercibidos para cualquiera, menos para los pemón.
Cualquiera pudo haberlos confundido con luciérnagas, cualquiera, menos los pemón.
Ellos sabían perfectamente de qué se trataba: eran los ojos de tres felinos que observaban recelosos.
Tras del par que estaba en el centro fue emergiendo el blanquecino resplandor que venía alumbrando.

No fue un grupo de personas lo que salió.
La luz llegó al borde de la espesura.
No se detuvo y siguió avanzando por el claro hacia el poblado, cual si flotara sobre el suelo.

Fue mayúsculo el asombro de las temerosas mujeres desnudas, que miraban desde las puertas de las churuatas. Mucho más el de aquellos treinta y cinco o cuarenta hombres, cuya única vestimenta era también el tradicional guayuco de color rojo. Otros, los más jóvenes y algunos ancianos, no llevaban nada. Todos eran fieles creyentes de espíritus y personajes sobrenaturales y maravillosos que pueblan las selvas, ríos, tepuyes y sabanas.

Del mismo color de la luz de la luna, aquella esfera luminosa alcanzaba fácilmente los cuatro metros de diámetro e iluminaba otros tantos alrededor. En el centro de ella iba una niña.
—¡Manón kapüy! ¡Manón kapüy! —gritaron agitados algunos hombres.

No era para menos el sobresalto que tenían.
Bien podría haberse dicho que aquella criatura era la misma luna, si no fuera porque el astro nocturno estaba visible en el cielo. Acaso ella fuera una hija de la luna o su propio espíritu enviado a la tierra.
Si aquella sola visión no hubiera sido suficiente para asombrarlos y sobrecogerlos hasta la médula, como ya estaban, al lado de la niña venía un yaguar verdaderamente enorme, una pantera tan blanca como aquella luz. El albinismo, condición que se presentaba en muy contadas ocasiones en esa especie, lo hacía un felino extraordinariamente raro y difícil de encontrar, razón por la que se le atribuían cualidades misteriosas y mágicas.
[…]

(De la novela Amanón el espíritu de la selva. Capítulo 1 «Una selva, cuatro yaguares y una niña». Volumen IV de la Tetralogía Almas Gemelas).

5- Descripción del personaje principal y de un amanecer nublado y frío.

Amanecía en Tánger.
El hombre, más bien alto, de constitución fuerte y con poco más de cincuenta años, tenía la cámara fotográfica bien colocada sobre un trípode. En vista panorámica, a través de la pantalla digital enfocaba la larga escalera de cemento que accedía a los Jardines de la Mendoubia.
Era la misma colina que había fotografiado tantas veces antes, durante el último año y medio, siempre lujuriosa de luz y de color durante el día. Ahora estaba emblanquecida, cual si un pintor descuidado le hubiera pasado brocha con una lechada blancuzca.

Cortinas de delicada muselina blanca que colgaban del cielo, rotas aquí y allá, distorsionaban la visión al ser movidas en distintos sentidos por la brisa caprichosa.
Pero no eran cortinas ni era seda, aunque la brisa helada sí estaba algo antojadiza.

Tampoco era esa niebla densa, como para hacerse un turbante con ella y llevarla a casa en los bolsillos. Esa niebla que nos arropa por completo, nos regala el eterno y esquivo placer del silencio total y la humedad en el rostro, y no permite ver un tren negro a cuatro pasos.

Se trataba, más bien, de una suave bruma matinal pasajera, buena para hacerse un tenue fular y darle tres vueltas alrededor del cuello.
Esa húmeda noche, de mediados de noviembre, había resultado inusualmente fría por causa de un frente polar, que ya había llegado a la Península Ibérica y el norte de África, y estaba causando bastantes problemas en toda Europa.

El frío se colaba por cualquier resquicio y rendija que encontraba. El hombre se ajustó el cuello del chaquetón, y lamentó no haber llevado la cálida gorra de fieltro con orejeras o la otra de lana.

Como algodón de azúcar que nos vuelve velcro los dedos y se queda pegado en la punta de la nariz, la bruma amanecía enroscada en los Jardines de la Mendoubia. Los desdibujaba, dibujaba y volvía a desdibujar de maneras un tanto fantasmagóricas. En algún berrinche de niña malcriada y de un solo manotón, la veleidosa brisa la quitaba por completo en algún lugar para, casi de inmediato, volver a dejarla campar a sus anchas y hacer de las suyas.

A dos dedos de ser milenario, aquel gran banyan, que para abarcar su grueso y nervudo tronco se necesitaban varias personas, se entreveía con dificultad por la izquierda. La bruma blanquecina, descarada e impertinente, borraba el color blanco de la pintura insecticida que el tronco tenía en la parte inferior, y hacía que el árbol pareciera estar suspendido en el aire. Las gruesas ramas, anacondas arbóreas danzantes, flotaban de acá para allá en un lento y extraño baile tribal, y aparecían y desaparecían de forma misteriosa. El resto de los grandes árboles perdían sus contornos, proporciones y colores naturales.

Los columpios y el tobogán del parque infantil, los árboles cercanos y el inicio de la escalera se notaban bien. Pero a medida que los peldaños ascendían se iban perdiendo sumidos en aquella blancura esponjosa, como la propia escalera al mismísimo Olimpo. Al final de ella, en la plazoleta superior, el primero de los dos enormes cañones de bronce opaco de siglos, por momentos era poco más que una silueta difusa; en un instante desaparecía para volver a vislumbrarse luego. Reminiscencias de un glorioso y agitado pasado como fieles defensores de la ciudad, allí invernaban los dos, taciturnos jubilados sin aplausos, medallas ni pensión.

A través de la pantalla de la cámara, aquello parecía una vieja fotografía de rollo, desenfocada y mal revelada. Era lo que el hombre buscaba como efecto dramático. Revisó el balance de blancos y revestido de una paciencia forjada con los años, él esperaba el momento justo en que se conjugaran las cortinas rasgadas y los elementos que quería captar. Llevaba varios días madrugando para conseguir la foto, pero la neblina era esquiva y no obedecía a los deseos humanos ni complacía a fotógrafos.

Consciente de que el momento era irrepetible, utilizaba su objetivo más luminoso y sacaba partido a la elevada resolución del sensor APS-H de la cámara en formato RAW. Sacó varias instantáneas con diferentes aperturas del diafragma, profundidad de campo, tiempos de exposición y sensibilidad. Luego tomó algunas otras con el modo de escena para niebla. Dispuesto a agotar las posibilidades del equipo y por no dejar, tomó algunas más en modo automático, a ver qué se le ocurría a la cámara.

Un auto, que estaba aparcado poco más abajo, arrancó. Al girar en la calle para subir hacia la salida de la medina, las luces de sus faros abanicaron los jardines con lentitud. En lugar de taladrar la niebla, consiguieron tan solo darle brillo y luminosidad allá donde pegaban.
En el serio rostro del hombre surgió una sonrisa y, ni corto ni perezoso, sin tiempo para reajustar nada disparó una larga ráfaga automática. Volvió a sonreír, satisfecho por aquel extra venido a pedir de boca. Ahora sí, le parecieron suficientes fotos de los jardines. Subió al máximo el cuello del chaquetón y dio un vistazo alrededor, por si se le había pasado algo.

Agarró el trípode con la cámara y se lo echó al hombro. Por el medio de la solitaria y silenciosa Rue d’Italie subió hacia Bab al-Fahs. Era quizás la puerta más emblemática de la vieja medina, acceso principal por la Plaza del 9 de abril de 1947, también conocida como el Gran Zoco. Con su típico arco árabe túmido y velada por los danzantes jirones de bruma, la opaca abertura en la blanca pared no era más que un bostezo de labios leporinos.

Era muy temprano aún y no había movimiento para abrir los comercios, cuyas metálicas persianas de seguridad permanecían bajadas; algunas ya con ganas de subir y enrollarse para entrar en calor con el roce y, así encogidas, pasar el frío. La mayoría no abriría antes de las nueve, otras lo harían más tarde.

Unas pocas cafeterías y salones de té, siempre dedicados y consecuentes con sus parroquianos más devotos, bien conocedores de sus costumbres estarían preparándose para atender a los más madrugadores. Porque por más que alguien se levantara temprano, ya algunos otros lo habrían hecho antes y otros más no se habrían acostado siquiera.

Era una de esas mañanas en que es preferible quedarse en casa, bien metido en la cama caliente, mucho mejor si se estaba acompañado.
Una de esas mañanas en que una buena taza de café o de té, bien caliente y dulce al gusto, tenía asegurado el agradecimiento del cuerpo y del espíritu.

Una de esas mañanas en que es preferible quemarse un poco la boca que congelarse las manos y el estómago.
Una de esas mañanas de las que, por fortuna, no había demasiadas allí, a lo largo del invierno.
Una de esas mañanas que…
Amanecía en Tánger.

Mientras estuvo sacando las fotos pasaron unos pocos hombres graneados y algunas que otras mujeres, que le prestaron poca atención. Ellas iban en parejas o de a tres, bien tapadas dentro de la chilaba, con la capucha cubriéndoles la cabeza cuanto fuera posible; algunas llevaban chaquetas abrigadas.

De ellos, unos también vestían con chilabas. Otros, los más, en pantalones y chaquetas con los cuellos alzados, se arrebujaban en ellas con las manos dentro de los bolsillos. Quizás lamentasen no llevarlos repletos de olorosas castañas asadas, recién sacadas del horno o de la chapa del fogón. Algunos, los de sueño más ligero, con la cabeza cubierta con el taqiyah se apresuraban hacia la mezquita. Todavía no se había hecho el llamado al adhan, aunque no faltaría mucho. En ese mismo momento, en la cercana mezquita de Sidi Bou Abid, al otro lado de la plaza, se inició el canto del almuédano llamando a la oración del fajr. El hombre consultó su reloj. Eran las 05:46.

Unos pasos más allá le pareció buen lugar y colocó el trípode con la cámara en el medio de la calle. Enfocó, ajustó y sacó varias fotos a la Bab al-Fahs, ahora misteriosa como nunca, envuelta en lo que bien podría ser el humo de cien cañonazos.

Los faros de un vehículo que entraba hicieron iluminarse la neblina en la gran puerta. Resultó una irreal forma de gloria solar con puerta dimensional, que dio la impresión de convertirse en la entrada a otro mundo. El hombre, con la cámara todavía apuntando hacia allá, volvió a realizar una larga ráfaga de fotografías, aprovechando aquel otro ramalazo de suerte.
[…]

(De la novela La rosa de Tánger. Capítulo 1. «Un frío amanecer, una mujer y un bebé», págs. 17 a 21). (*1)

(1) Nota: Los fragmentos de estas narrativas indicadas quedan comprendidos dentro de los capítulos de vista previa, que se encuentran disponibles para su descarga en varios formatos.

Bueno, amigo lector, me parece que estos cinco seis ejemplos son suficientes por lo diversos y por la extensión que tienen, situación que ha hecho esto un tanto más largo de lo que yo hubiera deseado. No obstante, me parece que, a los fines que nos proponemos, resultan mucho mejores que toda la teoría sobre narrativa y estilos.

¿Que los trozos mostrados se han podido escribir de otras maneras, incluso mejor? Por supuesto, y yo no pretendo ganar el Premio Cervantes con ellos. De eso se trata la narrativa: no hay una única forma para describir una situación, un ambiente o una persona. ¿Que se considera que de una manera está mejor narrado que de otra? Quizás, aunque eso ya depende de los gustos y, si todo se resumiera en la construcción gramatical, todos los escritores escribiríamos igual.

En conclusión: Si no puedes costear cursos directos sobre narrativa y sobre escritura creativa y todo lo demás, puedes optar por leer los consejos que se han escrito al respecto y las técnicas que algunos dan. Pero tómatelo con cuidado, porque se ha escrito de todo y no todo es bueno. Lo demás es leer novelas de aquellos géneros que te interesan, procurando que sean de autores ya bien consolidados. Busca a los que manejan mejor la narrativa, porque los hay que manejan mejor los diálogos. Por supuesto: también están los escritores que dominan ambos.

Lee de manera analítica y crítica y no como el simple lector al que solo le interesa la trama y su desenlace. Es posible que ese método te lleve mucho más tiempo que asistiendo a un curso, pero será tu única opción. Por fortuna, yo empecé de muy joven, en momentos en que no tenía ninguna prisa, ni mucho menos sabía que iba a terminar siendo escritor. De modo que yo puedo decir que a mí me llevó muchos años y muchas páginas escritas, corregidas y vueltas a escribir.

Espero que este trabajo te pueda servir en algo.

Actualización: Se me pasó dejar claro que aquí no abordo los distintos tipos de narrativas o de narradores; no era mi intención. Tan solo me interesaba decirte algunas formas de mejorar la narrativa, si sientes que no te fluye. Hay escritores que son escuetos en sus descripciones casi taquigráficas. A otros les agrada un conciso estilo periodístico. Otros son más amplios y buscan la elegancia literaria. La diferencia es algo así como el músico que prepara una sonata para tres instrumentos, y el que escribe esa misma para ocho. Los ejemplos que yo he colocado han sido trozos de narrativas con descripciones más bien amplias, cargadas de metáforas y giros diversos. Hay momentos en que me gusta hacerlo de esa manera. En otros soy más conciso, según yo entienda que la narración y el momento me lo piden.

En la Nº 3 disfruté escribiendo cada línea. El contenido onírico y bucólico ya lo advierto en el título del capítulo, al denominarlo «La hora misteriosa y mágica»,  y en el otro trozo que le sigue «El callejeo nocturno». Con ello, el lector que prefiera saltárselo puede hacerlo, que en nada le interrumpirá la comprensión de la trama. Sin embargo, no fue un ejercicio de narrativa ni capricho. El ambiente nocturno descrito va creado el estado de ánimo que reflejará el sentir de la hermana Sabina, unos momentos después, con lo que ocurrirá en la corrada de la fuente y el músico.

En el Nº 5, en ese amanecer en Tánger en los Jardines de la Mendoubia en la medina, no hice más que describir lo que me ocurrió unos meses antes, allí mismo, bajo condiciones similares y sacando unas fotos, con los mismos sentimientos que tuve. La intención era crear en la novela ese ambiente frío, nebuloso, melancólico y tristón; fuertemente onírico y un tanto mágico, que marcará ese capítulo y los dos siguientes, con lo que le ocurrirá al fotógrafo poco después, cuando llegue a la puerta de Bab al-Fahs para salir, que es la base de toda la novela. También disfruté cada línea que escribí.

Para mí es lo que cuenta.

Actualización 03-02-2019: Sentí que era conveniente contraponer este contenido con algunos pocos estilos literarios distintos, al menos dos o tres: el estilo sobrio contra el estilo nítido y el estilo elegante. Para ello he preparado el artículo titulado: Dos estilos literarios muy diferentes y opuestos.

En él presento algunos de los textos que he expuesto aquí, así como otros nuevos, con el señalamiento de cómo pudieran quedar de ser escritos según el estilo sobrio. También abordo el delicado tema de cómo mantener ubicado al lector en todo momento, respecto a lo que están haciendo los actores en esas escenas de cafetería y restaurante. Y algunas otras cosas. Te invito a leerlo.

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