La loca de la plaza Candelaria

Estatua de la madre del emigranteEran poco más de las siete y media de la mañana de un día cualquiera, en el que el sol iba a calentar tan implacable como el anterior. Yo contaba con dieciocho años en mi haber existencial. Me apoyaba en el poste de una farola del alumbrado público, frente al almacén en donde pensaba solicitar el trabajo de auxiliar que salía publicado en uno de los diarios. No abrían hasta las ocho y yo tenía que matar el tiempo faltante. Me distraje observando la gente que entraba y salía de los cafetines y negocios de comida rápida que, a esa hora, se afanaban con los desayunos.
Al otro lado de la calle, en la amplia acera del lado sur de la Plaza de la Candelaria, me llamó la atención una peculiar mujer. Tendría de treinta a treinta y cinco años y el cabello bien falto de peine o cepillo. Vestía con una sencillez tal, que gritaba a los cuatro vientos su pobreza. Sin embargo, sus ropas estaban limpias y cuidadas. Con actitud agresiva, ella se daba a la tarea de asustar a toda mujer y hombre que pretendiera circular por allí. Al verla, la mayoría de sus victimas daban la vuelta corriendo, o se adentraban en la plaza para salir por otro lado. Otros preferían enfrentar a los automóviles y cruzar la calle, para caminar por la acera en donde yo me encontraba.
En una de sus idas y venidas por aquellos predios en donde reinaba a su antojo, la mujer dio un vistazo hacia donde yo estaba. No pareció prestarme atención y siguió en su caminar hacia un lado y otro. Unos momentos después, como si recapacitara sobre algo, se detuvo, giró la cabeza, y me miró de frente. A paso rápido y decidido y sin importarle los autos, cuyos conductores se vieron obligados a frenar para no atropellarla, ella cruzó la calle dirigiéndose directo hacia mí. Se detuvo a unos escasos ochenta centímetros, completamente dentro de mi campo de privacidad personal. Supongo que yo debía de tener alguna leve sonrisa porque, con semblante severo y actitud retadora, ella preguntó de malas maneras:
—¿De qué te ríes tú?
—¿Acaso me estás oyendo reír? —dije yo y mi ceja derecha se enarcó.
Fue evidente que la mujer no esperaba ninguna pregunta de mi parte. Ella no estaba acostumbrada a que le hablaran, mucho menos a que le replicaran, por lo que pareció dudar.
—Bueno, entonces sonriendo, que no nos vamos a parar en detalles y por tu bien yo espero que no sea de mí. ¿Qué es lo que te parece gracioso?
Al preguntarlo se acercó un poco más sin dejar de mirarme directamente a los ojos, persistiendo en su reto.
Yo creo que ni siquiera pestañeé. Sostuve su mirada, aunque nunca pude recordar de qué color eran sus ojos. Siempre fui algo distraído para esas cosas. La leve sonrisa en mis labios permaneció inalterable. Le dije:
—Pues gracioso no sería la palabra más adecuada. Yo más bien diría que me ha resultado entretenido ver como te divertías a costa de los demás.
Todavía sin abandonar la hostilidad en su rostro, la mujer puso brazos en jarras y me miró con más detenimiento aún, si ello era posible. Luego de unos momentos en aquella pose, no sintiendo ella agresividad alguna de mi parte ni tampoco temor, los músculos de su cara perdieron la rigidez, sus labios se fueron distendiendo en una sonrisa divertida, y se produjo un cambio total en aquel rostro de facciones agradables.
—¿Y qué te hace suponer que yo me estoy divirtiendo, muchachito?
—No lo supongo, estoy casi seguro. Desde aquí he podido sentir como te divertías asustando a las mujeres, aunque hacérselo a los hombres y ver la forma en que te evitan parece complacerte más.
—¿Y tú no me tienes miedo?
—¿Por qué habría de tenerlo?
—Porque yo podría darte una buena cachetada en este momento, aquí mismo, tan cerca como estoy de ti, y también arañarte esa linda cara.
Yo sonreí algo más ampliamente.
—Sí, supongo que podrías hacerlo. Pero no me pongas a prueba porque, de darse el caso, podría ser que yo el que te devolviera el bofetón.
—¿Serías capaz? ¿A pesar de que soy mujer? —Su voz sonó sorprendida, enseriando el semblante—. Sería un abuso de tu parte agredir a una pobre desequilibrada. ¿No lo crees?
—La agresión no tiene sexo. —Ella sonrió de nuevo—. Y no sería ningún abuso de mi parte, porque se trataría solamente de una respuesta defensiva. La cachetada puede que te la aguantara. Pero no pensarás que te dejaría arañarme esta linda cara, como tú has dicho. ¿No te parece? —dije devolviéndole la pregunta.
—No, tú no me pareces capaz de golpear a ninguna mujer, ni siquiera por defenderte.
—Pues la verdad es que no estoy seguro de ello, porque nunca he estado en el trance de tener que defenderme de una; por eso te dije que no me pongas a prueba. Pero tú no vas a hacer nada de lo que has dicho. Yo no sé cual será el drama de tu vida que te ha llevado a esta particular situación, pero no me pareces desequilibrada mental como pretendes afirmar.
Ella me miró con redoblada atención entrecerrando un poco los ojos y arrugando la frente. Se pasó una mano por la cara y luego por la cabeza, mesándose los cabellos como si quisiera aclararse las ideas.
—¿Entonces tú no crees que estoy loca?
—Bueno mujer, yo no soy sicólogo ni siquiatra para evaluarte y juzgar ese aspecto. ¿Qué quieres que te diga? —Levanté los hombros displicentemente—. Además, poco conozco de lo que otros consideran normal o no, si ni siquiera sé si yo mismo soy normal. Pero en lo particular me pareces bastante normalita en estos momentos. Fíjate que nos encontramos sosteniendo una tranquila conversación como dos personas corrientes. ¿No te parece que eso es ser normales?
Ella siguió mirándome de aquella forma, sin responder. Así que hablé yo de nuevo.
»¿Cómo te llamas?
Ella parpadeó varias veces. De nuevo noté que se sorprendía, aunque ella trató de ocultarlo y nuevamente dudó, como si no estuviera segura de la respuesta. Por fin, dijo:
—¿Es importante eso?
—Podría serlo o no, depende de cómo lo veas.
—Yo creo que lo importante no es mi nombre, sino cómo me llama la gente —dijo ella.
—¿Eso crees? Pues en eso no estoy de acuerdo.
—¿Por qué no?
—Yo pienso que lo menos importante es cómo nos llame la gente. Aunque eso no quiere decir que, de ser algo malicioso o injusto, no pueda molestarnos e incluso herirnos. Porque la mayoría de las personas, por lo general, ni siquiera están seguros de lo que ven; pero juzgan con base a ello. Nadie está al cabo de saber quién es uno en realidad. Así que, lo importante, a mi parecer, es que uno mismo sepa quién es. ¿Sabes tú quién eres?
Ella no respondió de inmediato. Continuaba mirándome desconcertada, pero había cambiado la sonrisa burlona por otra de amargura. Sus ojos bailaban fijándose en una y otra parte de mí.
—Sí, sé bien quién soy. Al menos todavía sé eso. Quién sabe si más adelante llegue a olvidarlo, pero por los momentos lo sé. Sin embargo, mira tú como son las cosas. Estoy ahora preguntándome algo que no había hecho en no recuerdo ya cuánto tiempo, desde que dejaron de importarme las personas más que para divertirme a costa de ellas asustándolas, como bien te diste cuenta. Estoy preguntándome quien rayos eres tú.
—¡Oh, vaya! Pues yo tan solo soy lo que ves, un joven esperando que abran este almacén para ver si me dan trabajo. Así de simple. Y mira, aunque el dinero no me sobra, gracias a Dios tampoco me ha faltado. Gustosamente puedo ofrecerte algo para que desayunes si aún no lo has hecho. No sé qué podría ser, un café o un jugo con un cachito de jamón o una empanada, o quizás una arepa rellena, tú dirás.  Yo pago esta vez. La próxima pagas tú.
Ella sonrió de nuevo, esta vez con amplitud, yo diría que casi halagada.
—Gracias, eres muy gentil. No me esperaba eso. —Ella hizo un ademán con la mano derecha abarcando a su alrededor—. Comida, la verdad es que no necesito, porque de todos esos cafetines y chiringuitos me la dan, aunque no por bondad ni con el desinterés tuyo, sino para que me mantenga lejos y no fastidie a los clientes. —Otra vez sus ojos se clavaron en los míos—. ¿Pero quién eres tú?
—Ya te lo dije, soy lo que ves.
Ella puso expresión de divertida malicia y dijo:
—¿De veras? ¿Y qué sabes tú lo que yo estoy viendo? ¿Eres adivino?
—No, pero me gustaría. Solo espero que tú no te estés equivocando en lo que ves, porque ni yo mismo sé en realidad quién soy.
—¿De dónde eres, muchachito?
—¿De dónde? —Yo hice una pausa, luego sonreí—. Soy de aquí mismo de Caracas.
Mentí a propósito y ella soltó una carcajada.
—¡No, que va! ¡No me vengas con esas! Ahora si que mientes, muchachito descarado. Tú no eres de por aquí ni que me lo jures de rodillas. Tú eres de lejos, del otro lado del mar. Y si te sirve de algo mi consejo regrésate otra vez, porque hay tristeza en tu corazón. Puedo sentir que no quieres estar aquí. —Soltó otra carcajada—. ¿Lo ves? Tú también tienes tu drama personal, todos lo tenemos. Te diré algo más, no solamente no quieres estar, sino que tampoco aquí hay vida para ti. Casi todos por acá son como yo, solo que unos lo demostramos y otros lo ocultan. Y te aseguro que en ese almacén no te van a dar trabajo. Tú no encajas con ese turco.
—¿Turco? Pensé que serían gallegos.
—La mayoría en esta zona lo son, esto es la Pequeña Galicia de Caracas; pero este tipo es turco… o de por allá. Y ya que lo mencionaste te diré otra cosa, porque ahora se me están aclarando algunas. Mi drama personal fue no haber encontrado en la vida alguien como tú cuando fui más joven, apenas una adolescente, sino puros sinvergüenzas y vividores, una y otra vez. No supe aprender de mis errores.
—Es lamentable que haya sido así.
Yo lo dije con pesar, al notar que sus ojos se aguaban.
De nuevo ella me miró con atención. Su mirada bajó hacia mi boca y subió de nuevo hasta llegar a mi cabello. Con un lento movimiento acercó su mano hasta mi frente y apartó un mechón que colgaba. Sonrió con amargura.
—Realmente, yo nunca me había encontrado con alguien como tú. Debes de ser de alguna especie en extinción. ¿O acaso hay más iguales? Creo que comienzo a ver que existen otro tipo de hombres en la realidad y no solamente en las telenovelas. Quizás yo pueda saber ahora lo que debo buscar, pero dudo mucho que haya tiempo y vuelta atrás. Aunque también pudiera ser cierto que una pueda ser aquello que realmente quiere ser, y no lo que los demás la hacen.
Ella titubeó unos momentos, sacudió ligeramente la cabeza apartando alguna idea y continuó diciendo:
—¿Preguntas por mi nombre? Nadie lo había hecho desde hace muchos años, pues ya ni la policía se molesta en detenerme. Tú llámame como más te agrade que, viniendo de ti, cualquier nombre que me des será hermoso, seguramente. Yo estoy convencida de que los nombres marcan a las personas. Quizás si yo hubiera tenido otro distinto al que me pusieron cuando nací, mi vida pudo haber sido también distinta. Pero… ¿qué le vamos a hacer? No sabes cuánto agradezco tus palabras y el interés. Porque tú me has tratado como a una persona, como a un igual. Ya había olvidado esa agradable sensación.
Diciendo esto, ella miró hacia el otro lado de la calle. Dos mujeres osaban caminar en aquel momento por su territorio. Su rostro cambió abruptamente y salió rauda cruzando directo hacia ellas. Su actitud volvía a ser agresiva, encimándoseles y haciéndolas correr profiriendo chillidos. Ella estaba de nuevo en su juego.
El almacén a mis espaldas había levantado su Santa María y abría sus puertas al público. Yo abandoné mi posición en la farola de la esquina y entré para hablar con el encargado.

 

Tardé semanas en pasar nuevamente por aquella plaza, pero no encontré a la mujer. En otras oportunidades posteriores tampoco la encontré. No quise preguntar y nunca supe qué fue de ella. Preferí pensar que cambiaba de zona cuando ya la conocían mucho en una o que, a lo mejor, aún no fue tan tarde para rectificar y había logrado mejorar su vida en algo.
¿Un nombre para ella? Nunca le di ninguno, aunque por mi mente rondó el de Esperanza. Pero vivir únicamente de esperanzas es tan solo una ilusión. También asomaron tímidamente el de Felicidad y el de Fe. En definitiva: no quise darle ninguno, que bastante tendría yo alguna vez con buscar el adecuado para mis hijos, cuando me llegaran. A ver si acertaba con ellos.
Por otra parte, ¿para qué?
Los nombres son necesarios solamente para hacerle a una persona referencia de otra, pero no para uno mismo. Se recuerda a las personas por sus rostros, por hechos, por actitudes; por situaciones, por vivencias, por palabras dichas y por lo que sea digno de recordar, bueno o malo. Yo tenía algunas cuantas cosas que recordar de aquella mujer que, en el futuro, tantas veces me hizo preguntarme sobre el destino. Como muchos otros lo hicieran, yo pensaba en el torcido destino con que parecían nacer algunos seres, y la particular maña que se daban para encontrar en sus vidas a las personas equivocadas, una y otra vez, casi como una maldición. Bastantes años más tarde, experiencias por medio y algunos estudios de psicología, filosofía y otros, que hice como complemento, se me aclaró este particular y se respondieron algunos cuantos importantes por qué.
¿Del trabajo aquel que fui a buscar? Bueno, el propietario del almacén me había visto hablando con la mujer a la que todos conocían como la loca de la Plaza Candelaria. Todos me habían visto y a él no le gustó el asunto pues nadie hablaba con ella, sino que la rehuían como a la peste. El hombre consideró que yo no era conveniente para su negocio. Por supuesto que no me dio el empleo, pero no me importó. En todo caso, fue él quien se perdió de mis servicios.

 

Con el transcurso de los años, plazas como aquella las volví a encontrar con otros nombres en otras ciudades y en distintas latitudes. Diferentes actores interpretaban el mismo arcaico papel en otros actos de la misma obra. Solo cambiaba el escenario, el idioma y el público; pero los dramas humanos son los mismos y se repiten en todas partes.