Índice

 

 

Introducción

Prólogo

CAPÍTULO 1

Dos lobos hambrientos

CAPÍTULO 2

El largo camino de todos los días

CAPÍTULO 3

Un hombre taciturno y observador

CAPÍTULO 4

La hora del bocadillo

CAPÍTULO 5

Una explosión aterradora

CAPÍTULO 6

Cinco mujeres y una mala noticia


Introducción

La diferencia entre un pozo minero y una mina, simplificando, es un simple asunto de verticalidad. Los pozos se caracterizan por tener, precisamente, un pozo de acceso, inclinado o vertical, que puede descender unos cientos de metros o muchos kilómetros. Por el pozo de acceso es que entran y salen los mineros a través de un elevador, aunque hay también otros pozos auxiliares para ventilación, carga y extracción del material. Del pozo principal van saliendo horizontalmente las galerías en múltiples niveles que, por lo general, siguen las capas de mineral que se extrae. De las galerías, a su vez, salen los talleres o tajos de donde se extrae el mineral que, en el caso de esta novela, es el carbón.

Las minas, entonces, no tienen un pozo principal. A pesar de que pueden tener diversos niveles verticales con una galería principal, incluso distintas entradas a diferentes alturas, se suelen caracterizar por la ramificación horizontal de sus galerías, más que por la vertical. Las minas, aunque puedan parecer iguales, galería más o galería menos, son únicas e individuales.

Las particularidades geomorfológicas y las técnicas extractivas aplicadas pueden ser bastante diferentes de un lugar a otro, variando mucho con el tiempo. Al contrario, los anhelos, vivencias, aventuras y desventuras de los mineros que han trabajado, dejando sudor y sangre, incluso la vida, han sido similares en todas partes y tanto en minas como en pozos.

La minería comporta situaciones que trascienden las limitaciones geográficas e históricas, porque, las necesidades fundamentales de los mineros, sus angustias y padecimientos, son iguales, independientemente del lugar del mundo, el color de la piel, el sexo, la estatura, el lenguaje, inclinaciones políticas o las creencias religiosas.

La importancia económica y social que la minería del carbón tuvo en España no está en discusión. Rebuscando un poco entre las estadísticas encontramos que, para el año de 1930, los mineros en Asturias llegaban a 34.000. De ellos, los procedentes de Galicia, Castilla y Andalucía conformaban la población foránea más significativa, que fue en aumento hasta alcanzar un 30% del total en ese año. Este colectivo, al no contar con la posesión de tierras dentro de la región, constituyó un verdadero proletariado minero, totalmente dependiente de la minería y su exiguo salario.

A título de referencia, para el año 1902 la paga de un picador de primera era de unas 4 ptas., (pesetas) diarias (unos 0,02 €) como promedio. Para 1919 había llegando a 11 ptas., apenas (0,06 €), lo que les significó un aumento de tan solo 7 pta diarias (0,04 €) en 17 años o 0,41 pta por año.

La jornada laboral era de 12 a 14 hr por día, 6 días a la semana. Fue en ese año, luego de una huelga realizada por unos 30.000 mineros, que se consiguió que se adoptara la jornada laboral de 8 hr para las labores realizadas en el exterior, y la de 7 hr para el interior de pozos y minas.

Sin embargo, a pesar de esos acuerdos laborales alcanzados, no debemos de olvidar que durante la guerra mundial desde 1939 hasta 1945, estando en pleno régimen franquista, se militarizaron las minas y se aumentó la jornada laboral «para beneficio del país», sin dar ninguna compensación económica por el exceso de horas trabajadas.

Para el año de 1944 los sueldos estaban en el orden de las 7 ptas., (0,04 €) diarias (210 ptas., o 1,26 € mensuales) para los cargos más bajos, que eran los de ramplero o ayudante, y 9 ptas., para los vagoneros. Un picador percibía unas 11 ptas., (0,06 €) al día, empezando, cuando trabajaba a jornal, ya que muchos trabajaban a destajo, cobrando de acuerdo con los metros picados o rendimiento obtenido.

No obstante las aparentes mejoras salariales, las penurias por las que atravesaban los mineros eran severas, a tal punto que, de ese 30% de trabajadores venidos de otras provincias, muy pocos eran los que no pasaban hambre.

El resto de los mineros, el 70% conformado por la mayoría asturiana, solían ser obreros de ocupación mixta. Al tener tierras y algo de ganado, por lo general, ellos compaginaban las labores mineras con las agrícolas y pecuarias, obteniendo recursos adicionales importantes, que contribuían de manera muy significativa a mejorarles el nivel de vida. Esta ventaja fue determinante en muchos aspectos, ya que los hacía menos dependientes de los salarios mineros. Pero eso tenía un costo elevado en esfuerzo, porque tenían que dividir su tiempo entre el agotador trabajo de la mina y el duro trabajo del campo, en el que, ineludiblemente, solía participar toda la familia.

La mano de obra resultó, durante muchos años, muy barata para los empleadores a raíz de la elevada cantidad de hombres sin empleo, lo que permitió a las compañías mineras pagar salarios muy bajos, apenas de subsistencia.

Fue a partir de 1944 que se crearon estímulos laborales, con el pago de primas por sobreproducción y beneficios como el seguro de silicosis y la reactivación de economatos, en los que se vendían a precios algo más bajos los alimentos y productos de primera necesidad. Relevante y trascendente fue que se levantaran barriadas obreras, con viviendas muy decentes destinadas al personal minero, principalmente para aquellos provenientes de otras provincias.

Existen ocupaciones y profesiones calificadas de muy alto riesgo. Entre las representadas por los grandes colectivos humanos suele concordarse en que, las de tipo extractivo, como la minería subterránea —porque también existe la minería a cielo abierto—, es de las ocupaciones más viejas, peligrosas y con mayores riesgos directamente implícitos. Ya los romanos conocían bien las severas y mortales afecciones pulmonares que las minas causaban. Muchos delitos se condenaban con la pena del trabajo en las mimas, de donde el reo no solía salir con vida.

Sobre la importancia económica que la minería tuvo en la sociedad española, en las estadísticas laborales puede apreciarse el aumento del número en las plantillas de mineros en Asturias. De 30.000 en 1941 pasaron a ser unos 52.000 en 1959. Fue en este lapso, precisamente, que se logró un incremento muy notable en la producción del carbón. De las 5.600.000 toneladas en 1940 subieron a las 7.600.000 en 1959. Pero hubo un elevado costo adicional, que fue el de los 1.570 mineros muertos en esos 19 años. Según algunos afirman, se traduce, aproximadamente, en un muerto por cada 300.000 toneladas del carbón extraído. Es decir, cada semana de trabajo dos hombres estaban condenados a morir, mientras que otros cinco sufrirían heridas de gravedad.

Durante el poco más de medio siglo transcurrido entre los años que van desde 1900 hasta 1960, todo el proceso extractivo era realizado en forma manual, a puro pico y pala. El arrastre y transporte del material dentro de las minas todavía se conseguía por medio de hombres y animales. Las inversiones en equipos, métodos y procedimientos de seguridad fueron prácticamente inexistentes, tanto como las normativas al respecto. Además, las particulares diferencias y las peculiaridades entre las minas, solían hacer impracticables en unas lo que bien se aplicaba en otras. De esa forma, los ensayos e improvisaciones fueron una parte corriente en la actividad, para resolver las situaciones que se les iban presentando. Puede decirse que se aprendía a fuerza de los errores, muchos de los cuales se traducían en costosas pérdidas humanas.

En el Principado de Asturias, tan solo en el año de 1946 se produjeron un total de 165 heridos graves y 147 muertos. Estas cifras podrían parecer relativamente pequeñas, ya que representan menos del 2%, pero resulta que corresponden nada más a los accidentes ocurridos por las explosiones de grisú, una peligrosa mezcla muy explosiva compuesta de gas metano y aire.

Para esa época la lista de causas en las estadísticas de accidentes mineros, suele encontrarse encabezada siempre por el transporte del mineral, con casi el 30% del total de las muertes ocurridas. Sin embargo, a mi parecer, numéricamente hablando, las listas debieran de encabezarse con las bajas ocasionadas por los desprendimientos o hundimientos del techo de las minas. Estos suman casi un 34% del total si agrupamos los llamados desplomes o hundimientos de paredes y techos de los túneles o galerías, con 26,4% del total, y los derrabes con 7,4%, que son los hundimientos en los tajos o talleres donde se está realizando la extracción del mineral.

Muchas veces yo me he preguntado ¿cómo saber cuántos hombres, mujeres y niños perdieron la vida antes de que se llevaran registros?, particularmente en épocas cuando lo mejor era ocultar ese tipo de cosas. ¿Y cómo contabilizar los que no murieron por consecuencias directas de accidentes, sino por las enfermedades propias del medio? Me refiero a las neumoconiosis en general. Entre ellas tenemos dos en particular, que afectan los pulmones de manera crónica e incapacitante.

La primera es la llamada silicosis o enfermedad del polvo, que es la enfermedad ocupacional más antigua, producida por la inhalación de polvo de sílice. La otra es la afección denominada pulmón negro, causada por la acumulación de carbón dentro de los pulmones, debido a la inhalación del mismo durante años. Ninguna de estas dos enfermedades tiene cura, pero son totalmente evitables si se toman las medidas preventivas necesarias. Si se toman.

En la década de 1950, en cuyos inicios ambiento esta obra, tales medidas no existían, aunque comienzan a introducirse significativos adelantos tecnológicos en las técnicas mineras. Entre los más importantes están los martillos picadores de acción hidráulica y eléctrica. Para el arrastre interior de las vagonetas con mineral y el transporte de personal, que se realizaba con los animales de tiro, se inició la sustitución por los equipos diesel. Afortunadamente los cambiaron luego por máquinas eléctricas, ya que las emanaciones del monóxido de carbono, acumuladas dentro de las estrechas minas, eran tan malas o peores que el polvo del carbón.

Pero todo esto no ocurrió de la noche a la mañana y en todos los sitios. Como es lógico, primero fue en los pozos y minas más productivas y rentables. Las minas de alta montaña, como la que yo utilizo de referencia en esta novela, debido a sus peculiaridades quedaron relegadas para el final. No obstante, debido a su alejada ubicación y difícil accesibilidad, muchas de ellas nunca llegarían a beneficiarse de tales adelantos.

Hoy en día, el comensal que en un fino restaurante deleita su paladar con carne de los enormes cangrejos sacados del Mar de Bering —pesca de altura considerada en la actualidad como la ocupación más peligrosa—, quizás se pregunte el motivo de su elevado precio. No podrá imaginarse los peligros que corrieron los pescadores que los extrajeron, jugando temerariamente al filo entre la vida y la muerte en los embravecidos mares de las costas de Alaska. Tampoco sabrá el número de ellos que fueron aplastados por las pesadas jaulas, o barridos de las cubiertas por furiosas olas de 7 m a 10 m de altura, muriendo congelados en muy pocos segundos.

De similar manera, fuera de las localidades de tradición minera la gente conoce el carbón como las sucias piedritas negras, con las que antes se encendía la cocina o todavía se hace, preparaban sus alimentos y atizaban las estufas y braseros para calentar el ambiente. No se detendrán a pensar la dificultad con la que se extrae ni cuántas vidas se requirieron.

Suele pintarse al minero con el estereotipo de rudos, sucios y curtidos individuos sin cultura, carácter pendenciero y aficionados sobremanera al vino barato en las tabernas de pueblo, siendo, además, del sexo masculino casi por antonomasia. Sin embargo, como tantas otras, tal imagen no se compagina con la realidad. De los 12.000 mineros existentes en Asturias para inicios del siglo XX, se afirma que 1.000 de ellos eran mujeres y que unos 2.200, por lo menos —que representan más del 18%—, eran niños —o guajes, como se les dice a los niños en la lengua asturiana—, palabra con la que luego acostumbraron a llamar a todos los jóvenes aprendices de la profesión de minero, que faenaban como ayudantes.

Las cifras presentadas son un brevísimo, aunque esclarecedor panorama de la profesión a mediados del siglo XX. Los sueldos expresados en euros son a título puramente referencial, ya que, así vistos, no es posible realizar una equivalencia lineal del poder adquisitivo de la Peseta en esas épocas con la actualidad.

 

Datos: Instituto Nacional de Estadísticas y otras fuentes mineras.

 


Prólogo

Mi interés con esta novela es mostrar al minero como ser humano, pero no aislado, sino en la íntima relación con su medio. Intento rendir cierto homenaje, ínfimo en verdad, a esa peculiar, valerosa, esforzada y muy explotada —que si acaso ya no lo es lo fue— clase trabajadora conformada por los mineros. Expongo una pizca de las pequeñas y simples alegrías con que sazonaban sus vidas, en unas épocas y entornos marcados por la sencillez, así como las angustias y necesidades que constituyeron su día a día durante décadas. Para muchos, esos sinsabores fueron el principal acicate para la emigración, particularmente durante los años de la guerra civil desde 1936 hasta 1939 y las dos décadas siguientes. 

Siendo yo hijo, sobrino y nieto de mineros, en mi niñez y juventud escuché relatar muchos sucesos, de los tantos que acontecían cada día en el interior de las minas. Ahora yo intento elogiar la camaradería y la comprensión del comportamiento humano, que es inherente al hombre. Porque lo mejor de cada uno surge cuando está en las mayores dificultades, cuando se da cuenta de que sus propias fuerzas son nada para hacer frente a la adversidad. En ese trance es cuando se produce la conciencia individual de las energías superiores que mueven el mundo, que uno presiente ocultas en lo más íntimo de sí mismo.

Si algo me enseñaron bien mis mayores, a fuerza de predicar con el ejemplo, fue el respeto por el valor de la palabra empeñada, que es lo único que el pobre tiene para dar con entera libertad, se encuentre donde se encuentre. No prometas aquello que no estás seguro de poder cumplir.

He mencionado lo que pretendo con esta novela, te diré ahora lo que no pretendo: descripciones de equipos, maquinarias, técnicas extractivas, interiores de minas, forma en que estaban construidas, distribuidas ni nada de eso. Porque, repito, mi interés está centrado en el hombre que trabajaba dentro de ella; el minero. En esta novela la mina es solo el marco, el contenido es el hombre.

En referencia con la mina que describo, estoy seguro de que más de uno puede creer que me refiero a una específica y concreta que podría conocer, ya que las descripciones geográficas del entorno y ciertos nombres parecieran apuntar hacia ella, pero no lo es. No he querido utilizar ni siquiera la nomenclatura que era habitual en la designación de niveles, galerías y otros detalles.

En cuanto a los personajes los nombres son frecuentes por aquellos pueblos, algunos porque me quedaron grabados en la niñez. Pero cualquier coincidencia, entre uno cualquiera de los personajes que utilizo y un minero que hubiera vivido en aquellos años, será pura casualidad. Sería como pensar que entre los miles que se llaman Jesús Díaz y Alfredo Díaz, alguno no esté metido en una mina. No digamos ya de Manolos y de Chatos.

Es propio de artistas y escritores alterar la realidad. El pintor que está plasmando en su lienzo un acantilado y el mar, en un cenizo día de invierno, puede dotar a su cuadro de la viva luz y el sol de un Sorolla, y colocar un blanco velero en el horizonte y un hermoso almendro en flor donde no existe, tan solo porque es la forma en que él quisiera que se viera.

Los veteranos mineros que me lean se darán cuenta, y bien pronto, de que yo me he tomado algunas licencias de escritor en la creación de ciertas escenas y condiciones, así como alguna que otra situación poco frecuente dentro de una mina, aunque no inusual, así como en algunos detalles de ella. Estoy muy consciente de ello. Ha sido porque me convenían para la trama.

La conversación que tiene un grupo de mineros durante el bocadillo, bien pudo estar situada en el bar, jugando una partida en un día cualquiera; pero era ahí, dentro de la mina y en ese momento, que yo la necesitaba. Por eso entenderé, perfectamente, si cualquier veterano de las minas sonríe, con cierta ironía, en algunos pasajes o ante alguna de mis descripciones. Solo espero que sepan disculparme esas licencias que me he tomado, en los puntos en que se alejan del rigor técnico.

Me gustaría que, en la mente del lector, esta mina se pareciera a cualquiera de las más de dos mil bocaminas de montaña que hubo en el Principado de Asturias. Como ya he dicho, no son descripciones técnicas mineras lo que yo quiero hacer, sino mostrar al minero como persona en relación con su trabajo y su entorno. Esta novela no va sobre minas, es sobre mineros.

Mi sincero elogio hacia la entereza de los familiares de quienes trabajan en las profesiones de alto riesgo y, particularmente, los mineros. Solamente ellos saben lo que es vivir con el temor de que un nombre, el de su ser querido, esté escrito en la fatídica lista para ese día. De ser así habrá llegado su turno de inmolarse, para pagar con viva sangre el tributo impuesto para mantener la tierra productiva, y a los dioses calmados y complacientes.

No obstante mis propósitos, conozco lo inútil y totalmente injusto, por lo extemporáneo, de intentar rendir un homenaje a quien ya ha perdido la salud o la vida. Todo acto en este sentido no es sino una simple inyección tranquilizante para quienes los sobreviven. Entonces, honor a sus memorias y paz eterna a tantos restos, para que sus espíritus no anden errantes por las galerías.

Mi tributo a todos los que murieron en las minas, héroes anónimos y olvidados, así como a quienes sobrevivieron, que no son menos héroes por estar vivos. Sobre los hombros de muertos y vivos, y a costa de sus penas y sacrificios, sudor, sangre, lágrimas y sinsabores; aunque también amores y alegrías, esperanzas, expectativas y sueños; que de todo hubo, se cimentó la economía de regiones enteras y se contribuyó a levantar un país.

En los valles mineros asturianos y en sus montañas, por aquí y allá, hay placas con nombres de mineros que fallecieron en acción, realizando sus trabajos. No son todas las que debería de haber, tampoco son todos los nombres que deberían de aparecer escritos. Pero no importa, no por eso se olvidan.

Para no nombrar a tantos, en ocasiones es preferible mencionarlos a todos. Como en esta placa, que pudiera estar a la entrada de cualquier vieja mina, en cualquier lugar, pero que está en el Pozo San José, Turón, en la cuenca minera del río Aller, Asturias.


 

CAPÍTULO 1

Dos lobos hambrientos

Anochecía, la temperatura descendía y seguía nevando. El hombre detuvo sus pasos y, de inmediato, cesaron los crujidos de la nieve. Aguzó el oído y solo escuchó el viento, pero sabía que ellos estaban allí. Se giró de manera deliberadamente lenta. La nieve tenía bien marcadas las huellas de sus botas. Sobre ellas, a unos pocos metros, los dos lobos se habían detenido también. Era fácil notar que tenían días sin comer.

El invierno estaba siendo duro y largo para todos, hombres y bestias. Los lobos lo miraban fijamente; no era fácil saber si tenían una actitud amenazadora, al menos no era muy evidente. El hecho de que él se detuviera y los encarara pareció haberlos desconcertado un poco.

El hombre enfrentó las miradas con serenidad, aunque sabía que podría ser interpretado como un reto.

Una ráfaga de viento helado le quemó la cara; el frío se coló a pesar de llevar el cuello levantado. Apretó las mandíbulas y cerró su mano derecha dentro del bolsillo de la chaqueta. Los dedos sintieron el contacto de los dos pequeños y delgados cilindros.

Sin perder de vista a los dos lobos miró alrededor, por si descubría algún otro.

Quien observara de lejos podía notar que el eterno juego entre presa y cazador se estaba desarrollando. ¿Pero quién era quién? Los actores se medían mutuamente, estudiándose con detenimiento y tratando de recordar lo que uno sabía de las costumbres del otro. Tenían precaución. Parecían analizar las probabilidades de éxito, tratando de determinar cuándo sería conveniente el primer movimiento y quién lo haría.

La confusión de los lobos duró poco. Sus belfos se recogieron dejando ver largos colmillos del mismo color de la nieve. Bajaron las cabezas un poco y emitieron un grave gruñido amenazador. 

El hombre supo que la decisión estaba tomada.

 


 CAPÍTULO 2

El largo camino de todos los días

El hombre caminaba con las manos metidas en los bolsillos del chaquetón, intentando mantenerlas calientes. El calendario mostraba que era el mes de abril; todos sabían perfectamente que se trataba de un mes primaveral. La naturaleza, al contrario, parecía no haberse enterado de ello y las nevadas aún caían. Tres días atrás él había tenido que tirar de pala para quitar la nieve que, sorpresivamente, cubrió la entrada de la casa hasta media puerta, tapando el cuarterón inferior.

La lluvia, por su parte, hacía también de las suyas y, además, las tardías heladas nocturnas eran frecuentes. Se le hacía evidente que el invierno no tenía ganas de marcharse.

Le faltaba recorrer la mitad del trayecto a través de sinuosos caminos y senderos de montaña, que prolongaban el ascenso hasta la mina en casi cinco kilómetros. La mayoría de las charcas aún estaban congeladas. Así permanecerían hasta que el sol no les diera, para volver a congelarse de nuevo al caer la noche.

Llegó al segundo caserío, un pequeño asentamiento de cuatro casas con sus cuadras, huertos y un par de hórreos. Allí encontró al panadero. A lomos de dos caballos, en grandes cestos colocados sobre las albardas, uno a cada costado, viajaban bollos y barras del pan sacado del horno hacía pocas horas, que se protegían de la lluvia cubiertos con una lona encerada. De poco servía, de todos modos llegaban bien fríos. El panadero hacía el largo recorrido del reparto diario por las aldeas y caseríos de esas montañas.

—Madrugaste hoy, Tino —le dijo el hombre.

Pensaba que Tino tenía que haber salido desde Moreda mucho antes de la madrugada, para estar allí con el pan a esa hora. Una de las tres mujeres que se encontraban comprando dijo:

—Eso mismo estábamos comentando nosotras, José.

—Poco faltó para que nos sacara de la cama.

La que habló ahora vestía todavía la acolchada y cálida bata y las zapatillas de andar por casa. Calzaba madreñas y se guarecía bajo un paraguas negro, al igual que las otras dos.

—Les estaba diciendo que decidí salir más temprano, para no dejarlas hoy sin pan —explicó Tino—, porque no ha dejado de orvallar en toda la noche y me barrunto yo que el día avecina tormenta. Así que yo prefiero desocuparme hoy temprano, porque no me hace ninguna gracia andar por aquí con lluvia fuerte y en estas condiciones.

La mujer que faltaba por hablar quiso también contribuir en algo con la conversación.

—Así dice también el mi hombre. Y ándate con cuidado, Tino; es muy fácil darse una buena resbalada.

—Sí, bien que lo sé. ¿Por qué creéis que traigo puestas las madreñas con clavos? A los caballos no les he cambiado aún las herraduras de invierno.

—Bueno, que tengáis buen día. Yo sigo, porque ando algo tarde —dijo José.

—Ya lo veo —dijo una de las mujeres—. Se nota bien que te ha nacido un crío va poco, que andas falto de sueño. Ya Santiago tu primo pasó hace rato.

—¡Ah!, está bien, gracias; ya me lo imaginaba.

Se alejó camino adelante, alargando un poco más la zancada, sin dejar de pensar en Tino. A los treinta y cinco años, trabajando desde los dieciocho, el hombre había dejado la mina por enfermedad: la maldita silicosis. Desde entonces era toda una institución repartiendo el pan y difundiendo las noticias mejor que los periódicos, fungiendo también de correo con algún mensaje verbal para uno u otro. Y poco se equivocaba en sus predicciones del tiempo.

Sentado en los maderos de la cerca que bordeaba un prado se encontró a Santiago, su primo, con un cigarrillo ya casi consumido entre los labios.

—Andas algo tarde hoy, hombre. Yo ya me estaba preguntando si te habrías quedado dormido. Un poco más y me marcho.

—Buenos días, Santiago. Pues te diré que ganas de quedarme no me faltaron. Porque cansado sí que lo estoy.

Así hablando fueron caminando lado a lado, siguiendo el estrecho y umbrío camino en su continuo ascenso por las laderas. Un trecho más allá los dos se desviaron por un lodoso caminito todavía más estrecho. Abrieron la rústica portilla de madera que daba acceso a un prado bastante empinado, volvieron a cerrar y siguieron por allí.

El estrecho sendero había sido abierto al desaparecer la hierba a fuerza de tanto ser pisada. Apenas pasaba uno a la vez, en fila; eso sí, cuidando de poner un pie tras del otro. Estaba mojado y resbaloso, pero les ahorraría medio kilómetro de vueltas y revueltas del camino principal, en la zona más encharcada a través de aquel bosque de castaños. Por allí mismo había bajado José la tarde anterior, pues poco faltó para que la noche lo agarrara.

Saltaron la cerca que separaba aquel prado de otro y lo cruzaron también. Luego pasaron por sobre el vallado de piedras y ramas que lo delimitaba, regresando nuevamente al camino principal. Poco después llegaban a un pequeño arroyo conocido como la Reguera de los Infiernos, punto en donde él tuvo el incidente con los lobos. No le había hablado de eso a su esposa, para no alarmarla, y se lo iba contando a su primo.

—¿Dices que fue aquí?

—Sí.

Las huellas dejadas por sus botas seguían sobre la capa de nieve, que se había congelado durante la noche. Se acumulaban unas sobre otras, indicando claramente que había dado vueltas en el lugar.

—¿Entonces te cansaste de que te vinieran siguiendo?

—Sí. Hubiera querido continuar hasta el caserío, pero supuse que ellos no iban a esperar tanto. Así que, aquí mismo, decidí jugármelo todo a una sola carta. En realidad era la única carta que yo tenía.

—Se ven los rastros de dos lobos, es verdad. Vienen por el sendero pisando encima de los tuyos, pero terminan justo aquí. ¿Y estos dos estopines quemados qué hacen? Parecen de los que usamos para prender los cartuchos de dinamita en la mina. ¿Fuiste tú?

—Pues sí. Al notar que los dos lobos se comenzaron a mover de nuevo, intentando envolverme, no lo pensé más. Tan rápido como pude activé esos dos estopines que llevaba en el bolsillo, y los arrojé hacia ellos. Trazaron una estela de chisporroteos como si hubiera encendido un volador. Tuve tan buen acierto que fueron a caerles precisamente bajo las patas. Bien que logré sorprenderlos, porque dieron un salto tan grande que desaparecieron allá arriba. No los volví a ver más, gracias a Dios. Si hubieran vuelto ya no tenía más estopines. Aunque pienso que el truco tampoco me hubiera funcionado de nuevo.

—Yo conozco algunos tipos del turno de noche, que van por ahí tirando cartuchos de dinamita a los lobos. Esos sí que son efectivos. ¿Y de no asustarse con los estopines qué carajo hubieras hecho tú, hombre, zurrarles con el cayado?

—Pensando en eso fue que me detuve aquí. De haber fallado al lanzarlos o si los animales no se asustaban, me hubiera visto en la necesidad de subirme a ese gran castaño. ¿Qué otra cosa podía haber hecho?

—¡Coño, pues en buen lío te hubieras metido! Claro que los jodidos lobos no te hubieran podido alcanzar tan arriba; pero, con la noche ya encima, si no se marchaban pronto tú hubieras muerto de frío como un mismísimo pipiolo.

—Sí, eso ya lo había pensado también. Pero al menos me hubierais encontrado entero para enterrar —añadió José levantando ligeramente los hombros en forma desdeñosa—. Y mejor será morir de frío que a mordiscos. De todos modos, de haberse prolongado el acecho de los lobos al pie del castaño, hubiera tratado de liar una antorcha, aunque no sé de dónde hubiera sacado ramas secas con tanta lluvia que hubo. En fin, si lograba prender fuego habría bastado para mantenerlos a raya, mientras seguía sendero abajo hasta el camino principal. Si llegaba al caserío me hubiese refugiado en casa de Avelino o en la primera en donde me abrieran. Afortunadamente lo de los estopines funcionó esta vez.

—¿Y desde aquí dices que brincaron hasta allá arriba? ¡Si son más de cinco metros! Hay que ver el salto que dieron esos desgraciados, es increíble.

—Sí que lo es. Te aseguro que cada vez siento por ellos más admiración y respeto. Me parecen animales asombrosos

—¡No me jodas! Pudieron haberte matado y me sales con eso. Yo creo que todos estarían mejor muertos. No me mires así; es lo que yo pienso.

Continuando con la conversación siguieron adelante. El camino, de trecho en trecho, todavía estaba cubierto por el hielo. No era más ancho que lo necesario para dejar pasar las carreñas de madera, generalmente usadas para cargar el estiércol para el abono de los prados, huertas y pomaradas. También las narrias o forcados, en los que, también a rastras, transportaban la hierba segada en los prados altos de las montañas, que normalmente eran tirados por una cabalgadura o por vacas.

Ya había amanecido. A pesar de ello las sombras eran muy acentuadas, debido a la densa arboleda. Sería preciso que llegara la media mañana para que la luz del sol penetrara hasta el suelo.

Se escuchaba el agua del pequeño río al correr más abajo, oculto a la vista. Por encima de ese relajante sonido y el graznar de algún cuervo, por detrás de ellos se destacaron los impactos de las metálicas herraduras de un caballo, contra las piedras del camino. Los dos sabían de quién se trataba.

Cuando ya sonaron encima de ellos se hicieron a un lado, deteniéndose. Ocupando todo el ancho del camino apareció un soberbio caballo percherón de pelaje castaño claro, de regio porte y ágil paso, resoplando condensaciones de vapor por los ollares. El jinete era tan imponente como el propio animal. Se trataba de un hombre de gran estatura y de enorme corpulencia, cubierta la cabeza con una gorra pasamontañas con visera y orejeras. Iba bien abrigado, vistiendo pantalones y chaqueta de pana forrada con vellón de oveja por dentro, y botas a media pierna. Encima de todo llevaba un chubasquero de color verde oliva, que caía con suficiente amplitud para cubrir la grupa del caballo, protegiendo de esta forma la silla de montar y la manta. Era el jefe de los caballistas en la mina donde ellos trabajaban.

Un saludo con la mano, un cordial «buenos días» y, en unos momentos, sacando chispas de las piedras, cabalgadura y jinete se perdieron camino adelante en un recodo.

La vivacidad de aquel animal contrastaba sobremanera con lo que podría esperarse de un caballo tan grande, normalmente utilizado para trabajos de tiro y cargas pesadas. Los cascos tenían el tamaño de la cabeza de un hombre, por lo que se los consideraba poco aptos para los empedrados y estrechos caminos de montaña. Sin embargo, al parecer nadie se lo había dicho al caballo, por lo que andaba a sus anchas tan bien como lo haría un ligero caballo asturcón.

—Así vaya que da buen gusto hacer este recorrido todos los días —dijo Santiago.

—Ni que lo digas, primo. Y poco tendría uno que temer de lobos solitarios, además de que el trayecto se hace en un santiamén.

—Así es. En ese enorme lomo debe sentarse más a gusto que en el sillón que tengo yo en casa. Pero a nosotros no nos queda más remedio que caminar, como a la mayoría.

José miró sus pies calzados dentro de botas que apenas cubrían los tobillos, llevando los pantalones ajustados por dentro de las polainas, para evitar la entrada de la nieve y el agua. Eso sí, estaban bien untadas con sebo, a fin de impermeabilizarlas mejor y protegerlas de la humedad. Pero no dejaban de ser unas botas baratas. Sonrió y dijo:

—Seguro, pero para andar por estos caminos cuánto mejor sería calzar unas buenas chirucas. ¿No te parece, primo?

—¡Joder, que no pides tu nada, hombre!

Santiago terminó de encender un nuevo cigarrillo. Lo hizo con su infaltable e infalible yesquero de larga y gruesa mecha, perfecto cuando hacía brisa.

José caminaba con desgano. No tenía ánimos de ir a la mina. No sabía por qué. Era una desazón que lo agobiaba desde temprano. De haber podido se hubiera quedado en la casa con su mujer y su unigénito, que hacía pocas semanas había nacido. Esa mañana se sentía inquieto, muy intranquilo. Pero no quedaba más remedio que hacer de tripas corazón y, fuera cual fuere el origen de aquella inquietud, continuar adelante y cumplir con el trabajo.

Su primo se había dado cuenta de su frente fruncida, y se decidió a preguntarle.

—Anda, dime, ¿qué es lo que te está pasando? ¿Reñiste con la mujer o qué? Te veo callado y preocupado. Suéltalo de una vez.

A José le estaba costando aflojar la lengua. Se encontraba en uno de esos días en que prefería más bien callar, pero le respondió.

—No, no se trata de eso.

—Entonces no me digas que estás preocupado por el encuentro de anoche con los lobos, porque eso yo no te lo voy a creer.

—Eso tampoco. En realidad no sé lo que me está pasando. No es tanto el que me sienta cansado, sino la preocupación.

—¿Estás preocupado? ¡Coño, no será por falta de reales, que todos estamos igual! Quitando a dos o tres afortunados los demás necesitamos en abundancia. Yo hoy no llevo en el bolsillo ni una perra gorda[1].

—Bien sabes tú que el dinero buena falta que me hace. ¿Por qué crees tú que he estado doblando turno, por amor al trabajo? No es eso, sino que hoy me he levantado con una rara sensación que no sabría cómo explicarla, es como un mal presentimiento.

—¡Mierda! —Santiago se detuvo— ¡No me salgas con eso, primo! Porque de tus presentimientos yo conozco historias. Mira que algunos ya piensan que eres medio brujo, siguiendo los pasos de tu bisabuelo. ¿Acaso va a pasar algo?

—Qué más quisiera yo saber. Solamente sé que no dormí bien. Hasta tuve pesadillas, que ya es decir, aunque no puedo recordar nada. Me levanté de muy mal humor por causa de este presentimiento que te digo, y sin ganas de venir.

—Bueno, bueno, que si por falta de ganas de trabajar es, conmigo ya somos dos, y estoy seguro de que preguntando encontrarás a muchos más. Si nada más hubiera sido un mal sueño yo pensaría que no es para preocuparse, pues una pesadilla la tiene cualquiera. Pero que tú me digas que tienes un mal presentimiento me deja muy preocupado.

Ambos reanudaron la marcha.

—No fue esa mi intención, primo. Quizás no sea más que un poco de la combinación de todos los acontecimientos: el cansancio, la falta de dinero, el niño, el tiempo, mis hermanos que se quieren marchar para el extranjero y todo eso.

Movió la mano, tratando de quitarle algo de importancia al asunto. Así charlando, unos veinte minutos más tarde llegaron al pequeño valle encajonado a media montaña. Atravesaron el pequeño puente que cruzaba un reguero y entraron a la explanada. Allí se levantaban dos pequeñas naves ocupadas por oficinas administrativas y de ingeniería, un par de tendejones para talleres diversos y vestidores; un largo cobertizo para varios usos, además de las caballerizas y la entrada de la mina.

Por todas partes había vagonetas, muchas de ellas cargadas de carbón que, tiradas por machos y mulas, eran sacadas del interior de la mina rodando sobre rieles. Luego eran arrastradas por lentos, pero poderosos bueyes, a lo largo de la misma vía que, todo lo horizontalmente que se pudo construir, discurría por las laderas unos pocos kilómetros más allá. Al final de la línea, a través de otro sistema de plano inclinado, el mineral era enviado montaña abajo hasta los cargaderos de un ferrocarril de vía estrecha.

El sol no había logrado sobrepasar la altura de los montes, pero algo de su amarillenta y brillante luminosidad se filtraba entre las nubes, descendiendo por sobre las copas de los árboles en las laderas superiores del lado oeste. Tardaría una buena hora más en dar de lleno allí, si acaso las nubes lo dejaban. Seguía la persistente y fina lluvia que amenazaba arreciar.

En la bocamina uno de los caballistas forcejeaba para controlar una díscola mula. Era un animal de enorme tamaño y color tan negro como el mismo carbón. Al parecer se resistía a ser enganchada al tren de vagonetas.

—Mira, primo, no eres tú el único que no quiere trabajar hoy —dijo Santiago.

Fueron directamente a la lampistería. Allí un grupo de compañeros recogían las lámparas de gasolina que el lampista les iba entregando.

—¿Entonces, José? Ya pensaba yo que no venías —dijo Avelino el vigilante—. Comentábamos si te habrían agarrado los lobos anoche, cuando te fuiste con el cambio del turno, pues sus aullidos sonaban por todas partes como nunca.

—Lo dirás en broma, pero a dos de ellos no les faltaron las ganas de hincarle el diente —dijo Santiago por él.

—¿Cómo va a ser?

—Sí, hombre. Estuvieron siguiéndolo durante un buen trecho del camino, por el prado de María La Rumiá hasta la Reguera de los Infiernos, que yo mismo estuve viendo las huellas. Pero logró espantarlos con un par de estopines. Por lo que me contó, poco le faltó para que te tocara a la puerta y lo dejaras pasar la noche en casa.

—Pues no dudes en hacerlo si fuera preciso. ¡No faltaría más! Me parece que no te ves bien hoy. ¿Te sientes malo? Te noto poco animoso y preocupado. Vas a envejecer antes de tiempo con esa frente tan arrugada.

—Supongo que se trata de cansancio —dijo José—. Llegué tarde a casa y luego no dormí casi. El crío estuvo pegando berridos toda la santa noche sin saber qué le pasaba, porque nada malo se le veía. La mujer fue la que lidió con él dejándome solo en la habitación, pero fue difícil pegar ojo de todos modos.

—Bueno, eso es para que vayas aprendiendo lo que significa ser padre —comentó alguien.

—Primo, vamos a cambiarnos —dijo Santiago.

Los dos se apresuraron hacia el tendejón de los vestidores. Bajaron las cadenas con las perchas, en donde tenían colgados los bombachos de trabajo y las botas de goma, y se cambiaron rápidamente. Llegaron a la boca de la mina uniéndose a la fila de hombres que ya entraban. Fue justo a tiempo, pues comenzaba a llover con mayor fuerza.

 


CAPÍTULO 3

Un hombre taciturno y observador

El jefe de ingenieros era un hombre robusto y de mediana estatura, ya rozando la edad de jubilación, la que esperaba con mucha más ansia que desagrado. Tenía el pelo totalmente blanco y acusaba algunos kilos de más, contra los que ya no tenía la fuerza de voluntad suficiente para luchar con el empeño que había puesto antes, allá en el tiempo, durante aquella que sentía como su lejana juventud. A decir verdad, él ya no tenía ningún interés en casar esa pelea. Dejaba que la propia naturaleza de su genética le moldeara el físico como le pareciera más conveniente.

Llevaba toda su vida entre negras paredes de minas y profundos pozos, pero no les había tomado ningún apego. Soñaba con caminar por las orillas de ríos y arroyos, enfundado hasta la cintura en las botas de goma, caña en mano y enfilando merucos[2] en el anzuelo. Él estaba seguro de que pescando truchas no sentiría nostalgia por mina alguna. Tampoco la sentiría cuando sus hijos le pidieran, de cuando en cuando, quedarse al cuidado de los nietos. Él aprovecharía para explayarse en contemplarlos, consentirlos y malcriarlos a su gusto, tal y como se supone que los abuelos deben de hacer.

Tenía gratos recuerdos en aquella profesión, eso sí, necio sería negarlo. Pero los sinsabores y amarguras pesaban bastante más en los platillos de la balanza. Siempre había manifestado que, en aquella clase de trabajo, un hombre debía de poder contar con la capacidad para insensibilizarse de los infortunios.

Eso tenían que hacer los soldados para poder continuar marchando y dejar atrás al compañero abatido. También, como los médicos alcanzaban a sobreponerse a la pérdida del paciente, cuya vida se les fue de entre las manos en la mesa de operaciones; como los siquiatras se abstraían a los traumas de sus enfermos. Solo de tal forma un minero evitaría derrumbarse emocionalmente, cuando un compañero desaparecía en la galería siguiente, o caía muerto o herido a su lado sin poder ayudarlo. Si no lo lograba, los sueños nunca volverían a ser tranquilos.

Él nunca pudo alcanzar ese conveniente estado mental. Las personas a su cargo no eran simples nombres en una nómina. No eran tan solo una plantilla de trabajadores, a la que tenía la obligación de sacarle el mayor provecho con la mínima inversión, aun a costa de caer en la miserable explotación del hombre por el hombre, que de eso se trataba todo.

Aquellos hombres a su cargo no eran unos extraños a los que vería solamente unos días, para luego olvidarlos. Al contrario, él tenía con ellos una relación de muchos años. Conocía a cada uno por su nombre de pila, su apelativo familiar o su apodo, y conocía también a sus familias, compartiendo muchos de sus temores y anhelos como propios.

Algunas veces se lamentaba amargamente, porque Dios no lo había dotado de una mayor insensibilidad, habiéndolo destinado para aquel trabajo, además en puestos de dirección y en contacto con la gente. Otras veces se reprochaba, preguntándose quién era él para cuestionar los designios divinos.

Esa tarde intentaba ocultar la tristeza que había en sus ojos, mas sin lograr su intento. Estaba a solas, abstraído en sus pensamientos y observaciones. Miraba hacia afuera por una de las ventanas de la austera oficina pintada de aquel frío, monótono y deprimente color gris; un espacio en el que ningún principio de decoración ni ergonomía había sido aplicado. En realidad, para ser sinceros, era preciso reconocer que no se había tenido en cuenta el mínimo grado de comodidad, para las personas que allí tendrían que trabajar.

Aquel era un lugar destinado al trabajo y nada más. Igual podrían ser los potreros para un caballerizo, la cuadra o un corral para un ganadero, un pajar y un granero para un granjero, los patios de un astillero, una herrería o una fundición industrial. Aquellas instalaciones estaban allí tan solo porque no podían evitarse de ninguna manera; eran imprescindibles. Entonces, mientras más espartanas, baratas y de menor costo de mantenimiento fuesen, mucho mejor cumplirían con los intereses primarios de la empresa.

Era poco más de medio día. La lluvia, que estuvo cayendo desde tempranas horas de la mañana, había arreciado hasta volverse torrencial. Aquella era Asturias. Eso entorpecía todas las labores externas de la mina. Lo único bueno, entre todo, era que terminaría de limpiar la capa de nieve que formaba con la tierra un lodazal pegajoso.

Como no había lo bueno sin lo malo, pues parecían enyuntados como un par de bueyes, las escorrentías serían arrastradas en torrenteras, que fluirían monte abajo por las vaguadas. Las cristalinas aguas de los arroyos de montaña se volverían turbias, y se mezclarían con las del pequeño río Cervigao que terminaba desembocando en el Río Negro que, a su vez, se uniría al Aller en su sinuoso viaje. El barómetro seguía indicando la permanencia de una baja presión, por lo que el tiempo no mejoraría en lo que quedaba de aquella tarde.

Entre la complicidad de la lluvia y la cerrada nubosidad de tonos negros, que se resistía al paso del más mínimo rayo de sol, el día era cenizo y triste. Los colores tendían a degradarse y desaparecer; se unificaban en una sola tonalidad y convertían todo en una vista en blanco y negro o, más apropiadamente, en un monótono gris desvaído.

La neblina de montaña había bajado sobre la explanada, encajonada a media altura entre el valle y las cumbres, aplicando una lechada de blanco sobre el gris. Por sí sola jugaba con los sentidos del observador al espesarse, aclararse y moverse al influjo de la brisa. A ello se añadía el efecto del agua sobre el cristal de la ventana, distorsionando aún más todo lo que se miraba a través de ella. De esa forma quedaba alterada la percepción visual de la profundidad y distancia, creando formas y figuras deformes, dantescas en ocasiones, según fuera la capacidad de imaginación del espectador.

A través de aquella atmósfera cambiante, él observaba la boca de la mina que, como un negro bostezo de cíclope, se desdibujaba una y otra vez. Daba la inusual impresión de que se moviera a un lado y al otro, como la de un rumiante, en una peculiar danza con matices fantasmales. Por momentos parecía engullir figuras deformes y vagamente humanas que entraban en ella, no se sabía bien si caminando o flotando. Otras veces vomitaba algunos extraños objetos, que en ciertas ocasiones parecían rodar, mientras que, en otras, no tocaban el suelo. También salían inmensos cuadrúpedos, tan negros como ella misma, cual si provinieran del propio averno.

Afuera, con el mercurio en los termómetros rondando apenas los 5 oC, el frío era bastante intenso y la humedad tan alta como podría serlo en Asturias, bajo esas circunstancias. La ropa se humedecía y era difícil mantenerse caliente, a menos que se estuviera cubierto por varias capas de prendas protectoras, principalmente tejidas con lana. Sin embargo, en lo profundo de las galerías que horadaban las entrañas de la montaña, como caminos abiertos por gigantescos topos, la temperatura se mantenía varios grados más cálida y estable, de lo contrario a los mineros se les haría muy difícil trabajar.

Con aquellas lluvias y la poca visibilidad, en la explanada se dificultaba el normal desarrollo de las labores externas habituales. Por ello, en espera de que la lluvia pasara, las vagonetas cargadas con el mineral de carbón se iban acumulando, cual largas ristras de morcillas.

El hombre se daba cuenta de que, para empeorar otro poco más las cosas, los animales de tiro estaban irritables. Los caballistas y vagoneros, por su propia seguridad, debían de extremar precauciones con aquellos animales poderosos, díscolos e imprevisibles. Casi todos eran traídos de Extremadura. Más de un animal joven había llegado sin haber conocido nunca lo que era lluvia. Eran producto de un cuidadoso cruce, que hacía aquellas mulas y machos muy adecuados para tan arduas labores.

Como ingeniero jefe él conocía las estadísticas de accidentes. Sabía que el transporte del mineral era el trabajo más peligroso en minas y pozos, el que más lesionados y muertos arrojaba cada año, llegando a representar un tercio del total de las incidencias. Era algo que pocos sabían. De las tantas cosas que las empresas no querían hacer del conocimiento público, los accidentes eran lo que más se evitaba divulgar.

El hombre se quitó las gafas y pasó una mano por la cara. Con movimientos circulares de los dedos índice y pulgar se frotó los ojos. Mantuvo la presión y esperó unos momentos. En un intento por sacudirse de la cabeza todos aquellos pensamientos inspiró hondo. Retuvo el aliento por unos momentos, y luego dio una fuerte exhalación para sacarlos fuera de sí. Sin embargo, en esa ocasión, el método no dio el resultado apetecido.

Se sentía igual que el día: entristecido y desganado. No era tanto por el catarro que cargaba desde febrero, y la fastidiosa tos que no había logrado sacarse de encima. Apenas había mejorado un poco, gracias a la mágica infusión del jugo extraído de las hojas de cirigoña, mezclado con té de montaña y azúcar requemada. Lo que sentía era esa extraña sensación que acosaba a los hombres en particulares ocasiones, pareciendo querer anunciarles alguna desgracia que se cerniera sobre ellos. Quizás a otros les pareciera infundado, si acaso lo contara, pero él conocía muy bien aquella desazón tan inquietante y las ocasiones en que había resultado cierta.

¿Acaso no había quien podía sentir las sutiles emanaciones producidas por las fuentes de agua subterráneas, logrando encontrarlas con la ayuda de una simple vara? ¿Por qué negar que nuestra mente, de alguna forma, pudiera sintonizarse con las variaciones magnéticas ocasionadas por los cambios en las fuerzas meteorológicas y telúricas. Él era un convencido de que podía sentir cuando algo comenzaba a estar mal. Pensaba que, comparativamente, conocíamos mucho de minas, pero muy poco de nuestra propia mente.

Ж


CAPÍTULO 4

La hora del bocadillo

Era poco más de la una de la tarde. Un puñado de mineros comía el bocadillo, como solían llamar a la comida que hacían mientras trabajaban, independientemente del turno. Estaban sentados sobre gruesas mampostas de madera de eucalipto, que usaban para construir los cuadros de sujeción de las paredes y techos de las galerías.

Manteniéndolo medio envuelto en el papel de periódico en donde lo traía, para no mancharlo con las manos negras de carbón, José daba cuenta de su bocadillo. Ese día era de tortilla de patatas con chorizo casero picante, que le daba el peculiar sabor y el color rojizo. Era la misma tortilla que se comía en casa, pero sabía diferente.

Dentro de la mina todo adquiría un sabor distinto. La combinación de humedad, gases, temperatura y el polvillo que todo lo llenaba, modificaban el sabor de los alimentos que allí adentro permanecieran unas pocas horas. Al menos así le parecía a él. Entre bocado y bocado bebía vino tinto, de la media botella que solía llevar en el bolsillo de la chaqueta.

Recordaba cuando era un niño y esperaba la llegada de su padre trayéndole un trozo de su merienda. Algún día él también guardaría un pedazo para su hijo. Él no podía quejarse, ya que solía comer casero. Al contrario que él, a su lado derecho, un compañero comía un par de gruesas rebanadas de bollo con sardinas en aceite que, casi invariablemente, era lo que solía llevar de merienda. Sin embargo él sabía de otros que ni sardinas podían comer. Aquel bebía vino también, regándose el gaznate de una pequeña bota de poco más de medio litro, ya negra por el uso y percudida por el manoseo.

La iluminación era muy deficiente. Apenas contaban con la producida por las lámparas de gasolina que cada uno llevaba, cuya capacidad estaba prevista para unas ocho o diez horas de trabajo. Aquellas lámparas personales era lo único con lo que contaban; les permitían ver lo suficiente para realizar el trabajo con un cierto grado de seguridad. Era una vida entre la oscuridad parcial y la absoluta.

Esa tarde se encontraban algunos en un apartadero, al lado de la vía que corría por la galería principal, entre las bocas de las galerías 7 y 9, pues era el lugar más amplio que tenían cerca en ese momento. La mayoría de los hombres, que estaban más lejos, estarían comiendo metidos en los mismos frentes donde trabajaban, si acaso tenían espacio para ello. Otros lo hacían sentados en lo alto de los andamios en los testeros, para no perder tiempo, sobre todo los picadores que no trabajaban a jornal sino por producción, de acuerdo con los metros que picaban.

Un poco más adentro, en la galería 7, se abría la boca de la rampla del estrecho túnel del tajo que él estaba abriendo, siguiendo la veta del carbón. Era uno de los tantos túneles que se hallaban por todas partes, a uno y otro lado de las distintas galerías. A medida que unos frentes se iban agotando eran abandonados y se rellenaban nuevamente, mientras otros se abrían. Había galerías enteras que se abandonaban por haber cumplido su cometido o, como en el caso de la galería uno, por el hundimiento del techo a un punto que no merecía la pena recuperarla.

José tenía los ojos entornados mientras almorzaba, reviviendo los rutinarios acontecimientos desde que se había despertado aquella fría mañana. Volvía a sentir la extraña desazón. Eran mariposas revoloteándole dentro del estómago, que no lo habían querido abandonar en todo el día. No era la primera vez que tenía pesadillas, pero no acompañadas de tan peculiar y perdurable desazón. Afortunadamente, si acaso aquello podía ser un consuelo, los dolores musculares conseguían hacer que su mente se concentrara en el trabajo.

Dentro del estrecho y oscuro agujero del hastial en donde trabajaba ese día, tenía que arrastrarse sobre la espalda, mientras picaba por encima de sí mismo para arrancar el carbón, a veces torciendo el cuerpo en forzadas posturas, evitando de paso que el material le cayera sobre la cara. Él prefería picar de pie, en vertical, aunque fuera sobre cabeza.

No encontraba motivo racional para aquella desagradable sensación, que le estaba resultando tan exasperante, por lo que terminó atribuyéndola al cansancio o a los lobos de la noche anterior. Quizás había subestimado el incidente y lo afectó más de lo que había supuesto. No había querido pensar en ello. Sin embargo, quisiera o no, tenía que detenerse a considerar lo que pudo haber sucedido si los animales, en lugar de haberlo seguido tanto tiempo manteniéndose a la zaga, hubieran realizado un ataque por sorpresa. No era raro ver a un viejo lobo solitario, aunque no a dos. Por momentos había llegado a pensar que una jauría lo podía estar rodeando.

Aquella tarde, a parte de los dos estopines de encender mechas, solo llevaba consigo el cayado y una simple navaja que, con hoja de apenas cuatro dedos de largo, de poco le hubiera servido como defensa. Silverio, su abuelo paterno, había adquirido renombre como cazador de osos, que incluso había trascendido el Concejo de Aller. Había peleado con alguno, armado únicamente con un gran cuchillo, según se decía.

Pero él no había adquirido los dos metros y pico de estatura de su abuelo, su enorme corpulencia ni su famosa fuerza física, mucho menos el extraño afán por enfrascarse en esas peligrosas lides. Él prefería el inefable placer de contemplar vivos a los osos, en su propio ambiente, en lugar de ver sus cabezas colgando en las paredes de algún gran salón, o sus pieles luciendo como alfombras o cobertores en casa de gente pudiente.

—Oye, Chato, ¿cómo te está yendo con la chavala con que estás saliendo? Tengo entendido que es de Mieres.

Fue la voz de Manolo, el artillero, que lo sacó de sus cavilaciones.

—Así es, Lolo. Me va bien, ya que quieres saberlo. Mira tú que estamos pensando en casarnos.

—¡No me jodas! ¿Hablando de casorio ya? Rápido van las cosas entonces —saltó Fidel, otro de los picadores—. Que yo sepa no debes de tener ni cinco meses que andas con ella. Ni siquiera sabía yo que iba de noviazgo el asunto. Fíjate tú, pensé que era algo del momento, para pasar el rato.

—Lo de rápido depende de cómo se mire —atajó el Chato sonriendo con picardía—. Tú sabes bien que yo soy hombre serio en cosa de mujeres; no me va el dármelas de Don Juan. Lo del casorio ya está apalabrado. Porque, para que os enteréis todos, su padre me ha dicho que sí.

—¿Entonces ya la pediste y todo, rapaz? ¡Vaya formal que eres! Ahora nada más me faltaba que dijeras que fue tu padre en persona a pedir la mano.

—Pues ya la pedí, sí, y yo solo; no necesité de nadie, que ya estoy mayorcito. A la madre la tengo en el bolsillo. Esa es ya incondicional mía, que siempre se me han dado mejor las madres que las hijas. Lo que es el padre la cosa es muy distinta. Para poder casarnos me ha puesto una condición que, la verdad, no sé si podré cumplirla.

Le dio un tono tan lastimero a sus últimas palabras, que logró trasmitir la impresión de que se tratara de una condición difícil de cumplir.

—¿Así que con condiciones y demás hierbas?

—¿Qué te pidió, acaso que te toque antes el premio más gordo de la lotería? —Quiso saber Manolo, al fondo, en tono socarrón.

—Espero que no sea algo tan difícil —dijo Avelino—. A ver, dinos, ¿cuál fue la condición que te puso el suegro?

—Pues me ha exigido, nada menos… —dijo el Chato con intencional lentitud—. Fijaos bien lo que os digo, para que os hagáis una idea de la clase de suegro que me gasto. Me ha pedido, nada más y nada menos que… antes de casarme... deje la mina.

—¡Vaya que eres payaso, cabrón! —Exclamó Manolo.

—¡Joder! ¿Y él piensa que tú vives de rentas o te va a dar la dote para mantenerla? —dijo Fidel.

—Ni lo uno ni lo otro. El hombre tiene negocios en Mieres y en Oviedo. Me ha ofrecido trabajar con él. Fijaos que dije trabajar con él, ¿eh?, no «para él», que entre uno y otro hay una buena diferencia. El viejo conoce lo que son las minas; dice que no quiere ver a su hija enviudar joven, mucho menos vivir angustiada cada día, pendiente de si llegaré a casa o no.

—¡Coño! ¿Y tu novia no tiene otra hermana soltera, como para mí? No me importa que no sea guapa —gritó Fernando desde atrás.

—No, Nando, ella tiene solamente un hermano mayor, ya casado.

—Vaya suerte que tienes, chaval —dijo Avelino—. Tú como que naciste enmantillado. ¿Qué te dieron de mamar? —Todos los mineros rieron la pregunta y el vigilante aclaró—: Hombre, para decirle a mi mujer y que les de lo mismo a los críos, a ver si cuando les llegue el momento de echarse novia dan también con un suegro así.

—Pues siendo esa la condición yo no me lo pensaría ni un momento —dijo Gelín, quien había estado callado—. Si de verdad te va bien con la chavala y estáis los dos enamorados, que es lo importante, y piensas casarte, entonces bien tonto serás si no aceptas. No sé qué haces aquí aún.

—¡Coño, Gelín, y hasta sin estar enamorados! —agregó Manolo—. Para dejar la mina yo me caso aunque sea fea, así nadie me la estará envidiando. Que si es una buena mujer lo otro ya llegará.

—Bien mirado, chaval —dijo Fidel—, yo no entiendo qué haces todavía aquí, como dijo Gelín. Lo que es a mí, si me hubieran dicho lo mismo ni siquiera paso por la oficina a darme de baja, les envío una carta y que me manden a buscar con la Guardia Civil si quieren. No piso la mina, pero es que ni un solo día más. Ya estaría trabajando con el suegro en lo que fuere, con tal de ser allá afuera.

—Tienes razón —dijo Manolo—. Aquí adentro cada día es una sorpresa que uno no sabe cómo va a terminar. Tú tienes bastante preparación para hacer otras muchas cosas, porque terminaste el bachillerato y las cuentas se te dan bien. Seguramente que el cabrón del suegro ya se dio cuenta de lo que vales y que podrás serle útil. A lo mejor hasta terminas echando estudios y te vemos un día con título. Por eso no logro entender que estés todavía aquí.

—Eso que dijiste es cierto, Lolo —dijo Fidel refrendando las palabras de Manolo—. El Chato está bien preparado para hacer otras cosas más que cargar vagones de carbón, en una mierda de mina como esta. Encontrar otro trabajo no es fácil en estos días, pero si ya te ofrecieron esa oportunidad, y en bandeja de plata, no es para pensarlo, porque ni de vigilante me quedo yo. Del lado de afuera lo que sea, pero aquí adentro ni de vigilante, te digo. De verdad que no es para pensarlo dos veces.

—Así es. Creo que no debes dejar perder esa oportunidad para salir de estos agujeros —añadió Gelín—. Fíjate que yo estoy pensando seriamente en emigrar.

—¡Ah, sí? Pues callado que te lo tenías tú también, porque ninguno sabemos nada —dijo Fernando—. Mi padre me ha hablado de un conocido de él que se marchó para Cuba, va muchos años, y le fue muy bien con el asunto del azúcar. Regresó años después hecho un señorón, con coche americano y todo. Mandó hacer una casona de esas que llaman de indianos, que dicen que es un palacio, allá por Ribadesella o por Llanes, que ya no recuerdo bien dónde fue el asunto. En todo caso, sé que era por la costa, pues en Cuba el hombre se acostumbró a vivir junto al mar.

—¿Y tú, Gelín, para dónde estás pensando arrancar?

—Avelino, si quieres que te diga la verdad, todavía no lo sé. Unos gallegos, medio familia de mi mujer, que estuvieron por aquí en navidades, nos contaron que están pensando irse este verano para Sur América. Dicen ellos que por Vigo... o por La Coruña, que no estoy seguro por dónde fue que me dijeron, hay muchos que están embarcando para América. Unos se marchan para México, otros van para la Argentina o Venezuela, también para Puerto Rico y Santo Domingo, países con poca población y mucho por hacer. 

—Yo conozco a Luisín, el de Robledo, que cuando comenzó la guerra se fue para México. Me parece que vosotros también debéis de haberlo conocido —dijo Fidel.

—¡Hombre, claro que sí! —respondió Avelino—. Pero no se fue propiamente como emigrante sino como exiliado. Escapó por asuntos de política, que si no lo hace así ya va tiempo que estuviera muerto, porque lo andaban siguiendo.

—Bueno, pero muchos han marchado como emigrantes, debido a tanta necesidad que estamos pasando. Esos son países para hacer fortuna y regresar luego forrados de oro.

—Sí, hay quienes buscan mejores oportunidades y están escapando de esta mierda que dejó la guerra —habló ahora un picador que había estado escuchándolos—. Y la verdad es que no me extraña nada. Si por ganas fuera yo también me iría, que ya estoy harto de andarme arrastrando y retorciendo por esos estrechos hastiales, que más parece uno un miserable gusano que un hombre. Y cuando me quito la ropa para lavarme en el río, saco de encima más carbón que lo que palearon los guajes[3] en todo el día. Pienso que es preferible ser zapatero o dedicarse a hacer madreñas que trabajar en la mina, porque lo que es comer quizás no se comerá; en cambio, caminar hay que hacerlo.

—¿Pero tú para donde piensas marchar, Gelín? Seguro que debes de tener algo en mente —preguntó Fernando.

—Todavía no lo tengo decidido del todo, Nando. ¿Qué quieres que te diga? Ganas no me faltan, pero la cosa no es tan fácil como parece. Reconozco que da un poco de miedo dejarlo todo, al marchar para un país en donde no conoces a nadie. Tanto las costumbres como la comida serán muy diferentes. Hay una viuda de mi pueblo que se fue con su pequeña hija para Bélgica, el verano pasado. Conozco de otros que lo han hecho para Alemania. Yo no quisiera un país donde hablen otro idioma, porque bastantes problemas va uno a tener como para añadir, encima, el no saber ni qué te dicen ni cómo pedir lo que quieres o necesitas.

—Te entiendo. No resulta nada agradable estar en un sitio donde no entiendes nada —convino Fernando—. En eso tienes mucha razón, que te lo digo yo. Recuerdo la vez en que yo fui a Bilbao, siendo apenas un mozalbete, antes de la guerra, acompañando a mi abuelo que era tratante de ganado. Estábamos en el mercado y todos hablaban en vasco. Yo no podía entender ni media jodida palabra de lo que ellos decían; eso me hacía sentir como un mismo idiota.

—¿Pero tan mal te van las cosas, Gelín, que estás pensando en marcharte tan lejos? —Quiso saber el Chato.

—Hombre, ¿qué te cuento? Si te parece que no son pocas las necesidades que todos nosotros estamos pasando en estos días, entonces no sé qué contarte. Para comer, tú ya ves que vivimos prácticamente a base de lo que sacamos en la huerta, eso los que la tenemos. La mujer va al economato con la cartilla y, tú bien has de saberlo, pareciera que no trae en el cesto casi nada que alcance para cubrir entre paga y paga. Por su parte, el Régimen sigue pasando factura a los perdedores y opositores, habiendo quienes desaparecen y no se les vuelve a ver más ni a saberse de ellos. Basta que algún familiar tuyo lo haya sido para que te traigan negro.

—Eso es muy cierto. Pareciera que esa mierda no va a terminar nunca, por más años que pasen —dijo Manolo.

—No hay trabajo para la mayoría —prosiguió Gelín—, y suerte que nosotros al menos tenemos esto y la papeleta de carbón segura, para cocinar y calentar la casa, que si no... Si suerte podemos llamar a esta explotación que hacen de nosotros, como dice mi padre. Si eso no te parece que es irnos mal, pues no sé qué lo será entonces. Podría seguir mencionándote algunas otras cosas más, pero me parece que sería como llover sobre mojado. —Su tono fue pesimista—. También sé que otros están peor que yo y tienen más motivos para quejarse, porque ni huerta ni animales tienen y solo subsisten con la paga.

—Tienes mucha razón en eso, chaval —dijo Avelino.

—Por otra parte, como bien podréis comprender, yo no estoy nada deseoso de terminar metido en la urna por causa de estas minas, como le pasó a mi hermano Jesús, el que era caballista en Pontones, que lo mató una maldita mula. Que espero se esté pudriendo en el infierno, si es que hay alguno para los animales, y que el mismísimo Satanás se coma un trozo de ella todos los días.

—Sí, yo recuerdo lo de tu hermano —dijo Manolo.

—En este trabajo, no tener ningún accidente que nos mate o incapacite es pura suerte —continuó diciendo Gelín—. Y si sobrevivimos a ello, de todos modos el final ya lo sabemos porque está asegurado: la silicosis. Yo no quisiera agarrarla y enfermar como lo están mi padre y tantos otros, tosiendo como perros y respirando a medias, que de cogerla en algún grado nadie se salva. Si llegamos a viejos de esa forma, solamente tendremos ánimos para caminar hasta el chigre[4] cercano, sentar el culo y pasar el día ante una mesa bebiendo y jugando unas partidas. Y si no me va mal con la paga que me dejen, al igual que hace el viejo Salmerón yo tendré también que preguntarme: ¿Y ahora qué hago con el dinero y el tiempo? ¡Cuánto mejor me lo hubieran dado cuando tenía salud y edad para disfrutarlo! Porque ahora ¿para qué?

A estas palabras de hechos tan bien conocidos por todos ellos, refiriéndose a las tristes pero ciertas realidades que pendían sobre la cabeza de todo minero, como la espada de Damocles, siguió un silencio respetuoso.

*   *

—¿Y a ti qué te pasa, José, que estás tan callado en ese rincón? —Con aquella pregunta Fernando trataba de romper la tensión, y darle un giro distinto al tema de conversación—. Pareces preocupado desde que llegaste. No has abierto la boca y eso no es nada usual en ti.

—Será que todavía anda escapando de los lobos de anoche —bromeó Fidel.

—¿Tanto te asustaron entonces, chaval?

—Bueno, ¿y si de verdad se asustó qué? —preguntó a su vez Manolo—. Un lobo que se presente ante un hombre, escuchad lo que os digo, tan solo uno: la cabeza gacha, las orejas tiesas, la boca abierta y babeante, dejando relucir los dientes y gruñendo para el ataque, es como para que se cague en los pantalones el hombre más templado, sobre todo si está desarmado.

—Y no sería para menos —dijo Avelino—. Yo estoy de acuerdo contigo. No es para tomarse a broma el encuentro con un animal de esos. Ayer fueron dos, mañana podría ser una jauría. Aunque, si lo siguieron abiertamente por tanto tiempo, creo que estaban pensando en que los conduciría a donde hubiera animales domésticos, que pudieran atacar con mayor seguridad, pues más peligrosos somos nosotros para ellos que ellos para nosotros.

—Escuché decir que hace un par de noches, allá en Casomera, algún lobo atacó a un caballo que alguien había dejado amarrado afuera de una casa, mientras hacía una visita —dijo el Chato—. No lo llegó a matar, pero fue necesario sacrificarlo ya que le comió buena parte de la barriga. Y oí que también fueron vistos arriba de Boo, la semana pasada.

—Yo he oído de casos parecidos en aldeas altas —dijo Manolo—. Por los puertos de la Braña y Vegarada se los ve con frecuencia. Y sin ir tan lejos, también por aquí mismo, poco más arriba, en Carraceo. Además yo escuché contar que en el Rasón aullaron también por las cercanías de la cabaña del Patín, que daban temblores solo con oírlos.

José escuchaba en silencio, pero no hizo comentarios; permaneció callado, masticando con calma el último trozo de su bocadillo.

—No, que va. José no se asusta por tan poca cosa, que yo lo conozco bien —dijo Fernando—. Debe de ser como él dice, que no durmió bien. Oye, José, sabemos que tienes gastos con lo del nacimiento del crío y la reparación de la casa, pero yo te aconsejo que no dobles tan seguido, sobre todo mientras los días no mejoren. Porque si no son los lobos habrá de ser un oso o cualquier otra cosa o, sencillamente, terminarás enfermando o algo peor. Que con el cansancio vienen los descuidos y con ellos los accidentes. Me parece que nada vas a lograr dejando a la mujer cuidando a un lisiado, o viuda joven con un hijo huérfano.

—Tienes razón —dijo él rompiendo su silencio—. Hoy ya informé que pienso salir a la hora. Por el resto de este mes no doblo ni un día más.

—Bueno, bueno, basta ya de tanta palabrería —dijo Avelino—. No sé qué diablos os pasa hoy, porque nunca había oído tanta charla seguida a la hora del bocadillo. ¿Os pusisteis todos de acuerdo? Parece que estuvierais en el bar haciendo la tertulia y esperando el café y el puro. Habláis más que las mujeres en el lavandero. A trabajar de nuevo si queréis la paga. Y alegrad la cara, porque tenéis la barriga llena... los que la tenéis. Además, las horas que faltan son las que pasan más rápido, que todas se van cuesta abajo.

Todos se fueron levantando y dirigiéndose a los cercanos sitios de trabajo, para reanudar sus respectivas labores.

Efectivamente, el reloj siguió marcando las horas, las tomara alguien en cuenta o no. Había pasado poco más de una desde el almuerzo. José estaba metido, cual un mismo topo, en aquel estrecho y húmedo coladero lleno de polvo de carbón. Tiraba de pico para arrancar el mineral siguiendo la veta que iba en ascenso, mientras un joven ramplero lo paleaba hacia fuera. Sin aviso alguno, como siempre ocurre en aquellos casos, sucedió.

Ж


CAPÍTULO 5

Una explosión aterradora

El jefe de ingenieros daba un nuevo sorbo a la humeante taza de fuerte café negro al que, para combatir el frío, había añadido un chorrito de brandy. Era su único vicio, si acaso eso lo era. Lo ayudaría a calentarse, además de levantarle el ánimo un poco.

Mientras saboreaba su bebida él seguía con la vista a uno de los capataces, que se acercaba a las oficinas. Lo escuchó abrir la puerta lateral con prisa. Lo sintió que entraba y cerraba rápidamente, sacudiéndose las botas sobre el felpudo, para descargarlas del agua y el barro que traían. El breve tiempo en que la puerta permaneció abierta, a pesar de la diligencia en cerrarla, fue suficiente para que una buena parte del aire caliente saliera de forma precipitada. Una oleada del frío exterior penetró para sustituirlo, quizás desesperado también por calentarse un poco.

Estaba ya retirándose de la ventana, para atender lo que el capataz comenzaba a decir, cuando el atronador sonido que él más temía escuchar se produjo. Era el sonido que todos temían, el sonido que encogía los corazones y destrozaba el alma.

La taza con el café resbaló de sus manos por causa del involuntario espasmo muscular, cayendo al suelo sin llegar a partirse, derramando el líquido. Él ni se dio cuenta, pues había quedado impactado.

Provenientes del interior de la mina, con gran claridad había escuchado una fuerte detonación, que pareció seguida de otras más en un retumbar de truenos. El piso retembló un poco y todos los cristales vibraron como movidos por la fuerza de un huracán. Miró a través de la ventana. Vio la negra boca que el cíclope de la montaña tenía abierta en su interminable bostezo.

La onda expansiva, causada por la explosión interna, expulsó el aire de la mina cual un disparo por el largo cañón de un arma. Arremolinó la neblina haciéndola girar de mil formas caprichosas, dispersándola por unos momentos cual si el cíclope hubiera tosido o soplado; la levantó parcialmente, mejorando la visión, permitiéndole tener una rápida perspectiva de la explanada.

El jefe de ingenieros pudo ver que unos hombres habían rodado por el suelo en toda la bocamina. Una mula corría enganchada a varias vagonetas, que descarrilaron y arrastró como si fueran de hojalata. Otra mula se encabritó; el hombre, que se encontraba a punto de soltar el enganche, salió despedido por la fuerte coz que recibió. De un tirón lateral, el asustado animal volcó también un par de vagonetas llenas de carbón, una de las cuales cayó sobre otro hombre que estaba junto a ellas. La niebla volvió a cerrarse tan rápido como se levantó, adueñándose otra vez del lugar, devorándolo en un instante.

Toda la fugaz visión, que el jefe de ingenieros tuvo a través de la ventana, terminó. Logró recuperarse de la fuerte impresión recibida y caminar hacia donde tenía su chaquetón. Para entonces el capataz ya había vuelto a salir. Él terminó de colocarse el sombrero de lluvia en la cabeza y salió de forma apresurada, chapoteando en el agua y el barro.

En la explanada algunas mulas seguían corriendo; un par había agarrado monte abajo, otras estaban siendo controladas a duras penas.

Tuvo que hacerse a un lado con rapidez, para dejar camino libre a un hombre de enorme estatura y corpulencia, que pasó a toda carrera con dos mulas agarradas fuertemente de los cabestros. Corría junto a ellas mientras las iba reteniendo, permitiéndoles que se fueran desahogando y tranquilizando poco a poco, pues no era cosa de pretender controlar, por la simple fuerza, a tan poderosos animales. Era el veterano jefe de caballistas, quien sabía muy bien lo que tenía que hacer. 

Las vagonetas volcadas habían desparramado el mineral sobre el suelo, al igual que estaban varios cuerpos cerca de la bocamina. Cuando él llegó ya varias personas los socorrían. Los que habían salido despedidos, por causa de la onda expansiva, estaban algo aturdidos, aunque sin heridas serias. Solo uno parecía presentar la dislocación en un hombro. Pero el que había recibido en la cabeza la coz de la mula no corrió con tanta suerte, había muerto de manera fulminante.

El ingeniero caminó hasta otro lado. Cuatro hombres habían logrado mover la vagoneta cargada que se había volcado sobre el minero. Estaban logrando sacarlo debajo del montón y pudieron examinarlo. Se encontraba inconsciente. A simple vista se evidenciaba la fractura de una pierna, que presentaba la tibia expuesta. Además, el hombre tenía algunas laceraciones de menor importancia en la cara, aunque no podían determinar si había alguna otra lesión interna.

Dos hombres aparecieron con una camilla, sobre la que lo colocaron con todo cuidado. Tras ser inmovilizado fue retirado hacia uno de los cobertizos. Para cuando se lo llevaron ya la fuerte lluvia había hecho el piadoso trabajo de lavarlo, quitándole la suciedad más floja del rostro. La otra solo saldría a fuerza de bastante jabón, y quizás la ayuda adicional de una friega con estropajo, como era lo usual para los mineros.

El jefe de ingenieros, después de hacerse una buena idea de la situación exterior, se dirigió a la mina. Entró en ella en el momento en que varios hombres salían con tres camillas. Llevaban otros tantos heridos a los que reconoció de inmediato. Se fijó particularmente en uno. Arrugó la cara y meneó la cabeza de un lado a otro, mientras murmuraba: «Encima, esto».

Se adentró en la oscuridad llevando encendida una lámpara. Recorrió unos 30 m hasta pasar el arranque de lo que fuera la hundida galería uno. Allí se topó con un grupo de hombres que, bajo la iluminación de las lámparas que cada uno llevaba, examinaban lo ocurrido. Se acercó a un capataz.

—¿Cómo está la situación, Silverio?

—Todavía no puedo decirle, jefe, pero no se ve nada bien.

El hombre meneaba la cabeza en señal de negatividad.

—¿Se sabe en dónde fue la explosión?

—Pienso que en una de las galerías superiores, posiblemente en la 2. Me atrevería hasta apostar que fue en los trabajos de perforación del pozo. Tiene que haber sido una bolsa grande de grisú.

El ingeniero escuchaba, mientras observaba con atención la pared de escombros que tenían ante sí. Sellaba totalmente el acceso hacia dentro de la mina por el túnel principal, con la misma efectividad que un corcho tapona el cuello de una botella.

—¿Cuántos metros crees que quedaron cegados?

El capataz tardó en responder, como si aquella demora pudiera disminuir en algo la gravedad de la palpable realidad que ante sí tenían.

—Desde aquí hasta la boca de la chimenea hay unos 20 m. Estos son seguros, pero no sabemos qué cantidad de material corrió hacia adentro de la galería principal, ni de la 3 y la 5. Sin embargo, yo supongo que no ha debido de ser mucho, ya que la inclinación de la chimenea es en esta dirección.

—A menos que también se haya producido el desplome del techo en la sección inmediatamente inferior, que no me extrañaría nada —acotó el jefe, aunque más bien estaba pensando en voz alta—. ¿Cuántos hombres hay adentro?

El tono ahora fue de pesadumbre, pues aquella era la pregunta que él no quería hacer.

—La plantilla completa de este turno es de cuarenta y cinco. Sin embargo, como habían salido tres hombres, que supongo ya los vio usted, más los caballistas de allá y... han de quedar unos treinta y ocho. De esos, seis o siete estaban barrenando arriba. Claro que aún no lo verificamos.

—¿Tenemos alguna posible idea inicial de la condición en que están?

Al capataz le pareció que hubo un poco de temblor en la voz del ingeniero. De nuevo tardó en responder. Cuando lo hizo fue con lentitud, midiendo las palabras.

—De los que barrenaban no los doy por vivos, porque la explosión fue potente y me pareció más de una. Sin embargo prefiero no darlo por hecho. Hay veces que suceden milagros. Por lo menos no hemos detectado señales de fuego ni de humo, gracias a Dios, que entonces si podríamos darlos a todos por perdidos. —Hizo una pausa, más respetuosa que pensativa.

»Respecto a los hombres que están en las demás galerías es difícil saberlo. La onda expansiva encontró salida hacia afuera, buscando el punto de menor presión, por ello pienso que existen muy buenas posibilidades de que no haya muertos ni heridos de gravedad en estos niveles, a menos que el derrumbe haya atrapado debajo alguno que saliera o entrara en ese momento.

—Necesitamos tener una evaluación más detallada, lo antes posible, a fin de solicitar las cuadrillas que sean necesarias. Por lo que veo habrá que llamar a todos y preparar los turnos de rescate en forma ininterrumpida.

—Voy entonces a ordenar que comiencen la remoción del material. Con un par de horas que trabajemos podremos determinar mejor qué tan difícil se presentan las cosas.

El capataz lo dijo tan solo por puntualizar, pues bien conocía que el viejo y experimentado ingeniero sabía perfectamente eso. Prosiguió explicando:

—No tenemos otra alternativa que despejar directamente por aquí. Como usted mejor que ninguno lo sabe, Don Rodrigo, al quedar tapada la chimenea principal, desde aquí no hay acceso hacia ninguna de las otras galerías, por estar cegada totalmente la uno. ¡En mala hora era la única de comunicación con las demás! Pienso yo que, si todo el volumen de escombros que la explosión soltó salió de una vez, o en su mayor parte, no será mayor problema la remoción, a pesar de la extensión. Pero si todavía queda material acumulado, que es lo más probable, a medida que vayamos quitando por la base el resto seguirá bajando. Entonces sí que estaremos ante el cuento de nunca acabar, con un mayor peligro para los hombres que pongamos a trabajar.

—Eso es precisamente lo que me estoy temiendo Silverio, amigo mío. De ser así, esos treinta y tantos metros de galería tapada se convertirán en el equivalente de muchos más, con cientos de toneladas de escombros. Bajo esas condiciones, a menos que ocurra algún milagro, con el tiempo que tardaremos temo no poder sacarlos vivos.

—En eso estaba yo pensando.

—Veo también que el derrumbe ha sellado las bateas en ambos costados, porque no está saliendo agua y se estará acumulando detrás. Será un problema más para ellos. Conociéndolos sé que no van a permanecer de brazos cruzados. Estoy seguro de que van a ponerse a remover los escombros, reacción normal, por lo demás. Pero ya observé que están sin vigilante. Espero que logren tomar las decisiones correctas, porque mal les van a ir las cosas si no conservan las fuerzas, preparándose para una larga espera.

—Si, en todo eso estaba yo pensando, Don Rodrigo, aunque no quería mencionarlo.

—Pues no lo mencionemos, que nada bueno resultará si comenzamos nosotros mismos a regar pesimismo. Ya los habrá que se encargarán de hacerlo sin nuestra ayuda. Esperemos un par de horas, como bien dices, para ver cómo van marchando las cosas, y poder hacernos una mejor idea de la situación a la que nos enfrentamos.

—Sí, será lo mejor.

—Por lo pronto, pongamos a trabajar a todos los hombres del turno que llega, y hagamos una inspección de todas las salidas de ventilación. Detengan el transporte del mineral hacia el Planón y ocupen en la remoción a todos los animales disponibles, que hay rocas de gran tamaño.

—Muy bien. Así lo haré.

—Yo voy a mandar informe al Director, y ya veremos la forma como manejamos con los familiares esta situación. También con los de las noticias, que podría apostarte la paga del mes a que mañana mismo aparecerán por aquí.

—No lo dudo. No es la forma en que ninguno de nosotros quisiéramos salir en el NO-DO[5].

—No creo que sean precisamente estas cosas lo que ellos desean presentar en el noticiero nacional, pero seguro que en los periódicos locales sí.

Sin añadir nada más, el jefe de ingenieros dio la vuelta y salió al exterior. La intensidad de la lluvia había amainado rápidamente y quedaba tan solo un suave orvallar, que facilitaba mucho las cosas.

«Yo ya no estoy para estos trotes», se iba diciendo él, sintiendo una puntada de dolor en el pecho, a la vez que algo le presionaba la garganta dejándolo sin palabras. La sensación de angustiosa expectativa que estuvo pegada a su mente durante toda la mañana, como una sanguijuela hambrienta, no había sido por nada. Pero cuánto más hubiera preferido él haberse equivocado totalmente.

*   *

El ruido de la explosión sobresaltó a José, y todos sus sentidos se pusieron en alerta de inmediato. «¡Dios mío, algo grave sucedió!». Él sabía que no estaba prevista ninguna voladura, ya que solo se hacen cuando todos salen de la mina, porque durante mucho tiempo queda todo lleno de peligroso humo y polvo. Por eso, aquella enorme explosión tan solo podía significar una cosa, la peor.

Apresuradamente, tanto él como su ramplero salieron del tajo y alcanzaron la galería, dirigiéndose hacia el túnel principal. En el camino fueron encontrándose con más hombres que salían por otras bocarramplas. Todos se dirigieron hacia la salida tan rápido como pudieron.

Poco antes de llegar al arranque de la galería 7 y la 9 con el túnel principal, se encontraron con dos hombres que marchaban en sentido contrario, totalmente cubiertos de negro polvo. Se esforzaban por mantener controlada a una díscola mula que aún arrastraba las cadenas del enganche. Eran Pepe y Antonio.

—¿Qué sucedió, lo sabéis?

—No os puedo escuchar bien porque los oídos todavía me zumban —dijo Antonio—. La explosión seguro que la escuchasteis. Un derrumbe tapó la galería principal poco más adelante. 

—¡Mula, maldita sea tu madre! ¡Quédate quieta, cabrona!

Pepe gritaba y maldecía tratando de mantener sujeta a la mula con la ayuda de otros dos. Le daba patadas por donde podía, más para descargar su propia furia que porque ello fuera algún método efectivo de calmarla. Finalmente, y a duras penas, lograron dejarla amarrada por el cabestro a una fuerte mamposta de las que apuntalaban la galería, ya que no había hombre que lograra controlarla mientras estuviera tan agitada.

—¿Y cómo fue? Porque oímos un bramido muy fuerte.

—Sí, fue tremendo. Íbamos saliendo con las vagonetas cargadas cuando lo escuchamos arriba, seguido del derrumbe que se produjo en nuestras propias narices. Si hubiéramos ido unos 6 m más adelante estaríamos ahora vueltos mierda debajo. Que lo estamos contando gracias a Dios y a las bestias estas.

—¿Y cómo así?  —Se oyó una voz por detrás del grupo.

Fue Pepe el que respondió ahora, diciendo:

—Porque, poco antes de la explosión, la mula que yo llevaba delante se paró y no quiso seguir caminando ni a palos, por más cagamentos que eché. Bastante trabajo que me dio. Cuando sonó la explosión, prácticamente encima de mi cabeza, pensé que la muy condenada me mataba entre las coces y brincos que pegó, que ya visteis cómo venía esta hija de puta. Por puro milagro logré soltar el tiro.

—Yo logré soltar la que llevaba detrás —dijo Antonio—. Entró corriendo como si llevara una mecha prendida en el culo, que espero no se haya llevado a nadie por delante.

—¡Ya parará en algún lado, el diablo la lleve! —dijo Antonio.

—¿Pero vosotros dos estáis bien? —Les preguntó Gelín.

—Gracias a Dios sí. Ya os dije, desenganchamos las mulas lo más rápido que pudimos, antes que ellas y nosotros nos ahogásemos, porque la polvareda que se levantó fue enorme y nos venimos escapando apenas. De todos modos vaya pipá que nos metimos. He tosido más que un tuberculoso. Tendremos que esperar a que asiente un poco para ver si quedó algún paso, pues así como está no se puede respirar ni ver nada. Aunque yo lo dudo mucho.

—No lo entiendo —dijo Fernando—. No había ninguna voladura prevista para este turno. Por eso no pudo ser una explosión accidental de dinamita. En este nivel solamente estamos barrenando en la galería 11, para que los del otro turno lo terminen, coloquen las cargas y hagan la voladura después de la salida, al finalizar el turno de la tarde. Y arriba barrenaban en la 2 para seguir el pozo.

—Es lo mismo que yo me venía diciendo —habló José.

—Pues la situación está bien clara —dijo Fidel—. Se trata de una explosión de grisú. Ha sido muy potente.

—¿Y sabéis si hay algún herido?

La pregunta fue hecha por el Chato, que llegaba junto con otros tres hombres.

—No lo sabemos —dijo Pepe—. Poco antes habían salido tres delante de nosotros, pero no vimos quienes eran ni sabemos por dónde andarían cuando explotó. Espero que no los haya agarrado debajo el maldito derrumbe. De los de arriba no sabemos nada.

Poco a poco, más de veinte hombres se fueron reuniendo. Los ánimos estaban alterados y, según el pensar de cada cual, no tardaron en ir tejiendo especulaciones diversas sobre las circunstancias que pudieron provocar aquella explosión. La conclusión general fue que, efectivamente, debió de tratarse de alguna gran bolsa de gas. Tiempo después, uno de ellos informó que el polvo se iba asentando algo.

Con las luces de las lámparas vieron que los rieles de la vía desaparecían debajo de piedras. Se había formando un compacto tapón, como si nunca aquella galería hubiera seguido más allá.

—¡Maldita sea mi estampa! ¡Qué barbaridad, esto es la propia escollera! —Masculló uno.

—Ni que lo digas —dijo el Chato—. Calculo que estamos muy cerca de las entradas a las galerías 3 y 5.

—Precisamente arriba era en donde se estaban haciendo los trabajos de perforación del pozo para la galería superior. —agregó Fernando.

—¿Y ahora cómo coño sabremos hasta dónde se tapó? Porque el costero se ve gordo.

—No tenemos forma alguna de saberlo.

—Lo que yo sí puedo aseguraros —dijo Pepe—, es que oí rodar piedras. No fue uno de esos desplomes en los que cede una pared o cae parte del techo en un santiamén y ya. No, que va, fue un buen rato el que pudimos sentir el ruido de las piedras al caer y rodar para un lado y otro, como en un río crecido.

—Bueno, veamos qué se sabe de los hombres que trabajaban arriba y en la galería 5, que mi primo Santiago es uno de ellos —dijo José—. Contemos los que estamos aquí, para saber cuántos faltan.

—Tienes razón chaval —oyó decir al Chato—. Creo que había varios hombres, entre ellos Santiago, que estaban posteando en esa galería, sustituyendo algunas trabancas y colocando refuerzos. Pero no te preocupes, me parece que andaban más adentro, cerca de la auxiliar que comunica con la 9. Algunos otros estaban en el travesal. Pienso que no les debe de haber pasado nada. Oye, porque muy mala leche tiene que haber sido que estuvieran por aquí en ese preciso momento.

—¿Alguien ha visto al vigilante? —La pregunta fue hecha por Fidel. Como nadie respondió, él mismo agregó—: Entonces ha de estar afuera, ya que él hubiera sido el primero en llegar aquí, así que tenemos que organizarnos nosotros mismos lo mejor que podamos. Dos hombres que vayan por detrás, hacia la galería 5 y el travesal, a ver si encuentran a Santiago y los otros que faltan. Un par más que encuentren por donde subir, para ver cómo está la situación arriba, en el nivel 2 y el 4, y si hay salida por allí.

—Pues no se diga más —dijo Pepe—. Mientras algunos hacen eso, veamos si encontramos también la mula loca que anda corriendo por ahí. Estoy seguro de que contra una pared no se estrelló la muy hija de puta, que de necias lo tendrán todo, pero de tontas ni un pelo.

—Entonces tendréis que buscarla en el fondo de la mina, que vaya susto que nos dio la condenada.

Era la voz de Santiago, quien junto con otros siete hombres apareció por detrás de ellos, viniendo por la galería principal.

—¡Vaya!, cuanto me alegro de que estéis bien —dijo José.

—Sí, hombre, todos andamos bien. Estábamos más adentro cuando oímos el bramido; nos dejó los pelos de punta y casi nos cagamos del puro susto, que en ninguna voladura habíamos escuchado un sonido igual. Y no fue uno, sino al menos tres muy seguidos, cada uno más adentro. No me extrañaría que me hayan salido canas. ¿No se me ve ninguna?

—¿Por dónde vinisteis?

—Primero vinimos por la 5, lo más rápido que pudimos, pero la encontramos cegada. Entonces pensamos que por aquí debería de estar taponado también, como ya veo que lo está, así que nos devolvimos. Lo hicimos justo en el momento en que otra parte del techo se hundía. Decidimos subir por un coladero, para ver si desde arriba podíamos salir por la chimenea que da hacia la bocamina. Nos encontramos con estos otros que andaban atolondrados.

—Aquello es una sola escombrera —dijo uno de los aludidos—, todo está irreconocible. Casi toda la galería desapareció. Menos mal que nosotros estábamos muy al fondo, o no lo estaríamos contando. El bramido fue espantoso y nos dejó aturdidos un rato. Yo aún no oigo bien y me duelen los oídos. Pero allá arriba no está como para ponerse a revisar ahora, porque es mucho el polvo. Además de que existe el riesgo de que se produzca todavía algún derrumbe, porque está inestable.

—¡Mierda! ¿Y no había nadie más? —preguntó Fidel.

—Pegamos voces a ver si alguien contestaba, pero fue inútil. Rodolfo, Juanín, Ambrosio y todos los que estaban allí han de estar muertos —dijo Santiago retomando su explicación—. A nosotros no nos quedó otro remedio que volver sobre nuestros pasos y bajar otra vez. Dimos la vuelta por la 9 y salimos por el travesal. Fue cuando la condenada mula salió de la oscuridad como alma que lleva el diablo. Si no hubiera sido por que nos alertó el ruido que hicieron las herraduras y las cadenas, nos lleva por delante como una locomotora a todo vapor. Si nos agarra de frente nos revienta. Nunca he podido entender que logren ver algo en esa oscuridad absoluta.

—¿Acaso tenéis idea de lo que pasó arriba, ya que vosotros estabais más cerca?

—Ni puta idea —dijo Antonio—. Porque Andrés y yo estábamos trabajando al fondo de la 5. Rufo había ido a buscar un hacha y cree haber escuchado gritos, un instante antes de que se produjera la explosión, pero no está seguro de dónde provenían, si fueron arriba o por aquí abajo.

—A lo mejor éramos Antonio y yo queriendo que las mulas caminaran —dijo Pepe.

—Pues nada, una cosa sabemos ahora a ciencia cierta, que por arriba no hay nada que buscar —dijo José.

—Eso quiere decir que si queremos salir tendrá que ser por este preciso lugar, así que lo mejor será ponernos a quitar piedras —dijo Luis.

—A mi no me parece acertado —rebatió José—. Si toda la chimenea principal está llena, al igual que los coladeros, se habrá llenado también la galería de entrada. Aunque no llegue a la propia bocamina, ese tipo de escombro es difícil de quitar y podría llevar días. Ya hemos trabajado casi toda la jornada, no tenemos comida y es posible que estemos aquí muchas horas. Y si en la galería se ha desplomado el techo en alguna sección, entonces podrían ser muchos días más. Yo pienso que lo mejor es ahorrar nuestras energías y esperar a que desde afuera nos rescaten.

—Afuera estarán organizando las cuadrillas para las remociones —dijo Luis—. Yo no creo que la cosa esté tan mal. Si trabajamos desde los dos lados terminaremos antes. No hacer nada es como sentarse a esperar morir. Yo digo que nos pongamos mano a la obra.

Luego de un breve debate privó la opinión mayoritaria de ponerse a remover escombros, para acelerar los trabajos que se harían desde afuera.

—Bueno, si vamos trabajar en ello, vosotros dos —dijo Pepe a unos vagoneros—, id a buscar las otras mulas y las vagonetas vacías que encontréis, así como las que se llevaron hace rato para adentro cargadas con relleno. El Chato y yo vamos a enganchar la mula, ahora que está más tranquila. Tenemos que mover estas vagonetas hasta la galería 7, para no ir muy lejos, y darles cama allí. Es necesario vaciarlas para ir echando en ellas las piedras que quitemos acá. No sabemos cuántos metros de escombros tenemos por delante para despejar, pero también me parece que van a ser muchos más de los que ninguno quisiéramos.

—Sigo pensando que es un error, pero ya que vamos a hacerlo, sería una buena idea comenzar por ahorrar el precioso combustible de las lámparas —dijo José.

—¡Ostia, eso es verdad! —Exclamó Santiago—. Que si nos quedamos a oscuras habremos puesto la gran cagada, porque no vamos a poder hacer otra cosa que rascarnos el culo.

—De verdad que sí —dijo el Chato—. Vamos a colocar por acá las mínimas que sean necesarias para trabajar. Las demás quedarán en reserva.

*   *

Por más de cuatro horas estuvieron removiendo piedras y más piedras, una por una, hasta que llegaron a lo que habían sido las bocas de las galerías transversales 3 y 5, que estaban cegadas. Se notaba que el techo se había desplomado.

—Esta mierda no se ve nada bien —dijo uno, mirando el gran tapón de escombros del túnel principal—. Esos primeros cuadros están en su lugar, no hay ninguno roto. Entonces este costero que queda bajó de arriba.

—No, no se ve nada bien —corroboró Santiago moviendo la cabeza de forma negativa—. En la galería 5, como ya dije, hay más de 10 m tapados, pero fue por la caída del techo. En la galería 3 habrá sucedido algo igual. Aquí, al estar la chimenea algo inclinada en dirección hacia la salida, la mayor parte del material que bajó salió hacia fuera, estoy seguro. Como la boca de la chimenea está unos 7 u 8 metros más adelante, esto que vemos fue lo que retrocedió. Aunque lo malo será si el techo se ha venido abajo más allá. A eso tenemos que sumarle todo lo que debe de haber hacia la salida, que apostaría la paga a que no serán menos de 15 m de túnel, como poco. Quiere decir que, con mucha suerte, estamos hablando de unos 25 metros de tapón. Va a ser un gran trabajo despejarlos y llevará muchas horas.

—Sí, sobre todo si hubo desplome. En ese caso no serán muchas horas sino días —dijo Gelín—. Pienso como José, que deberíamos de quedarnos quietos y descansar, para así ahorrar las energías.

—Si es mucho o no, ahora es lo de menos, me parece a mí, pues no tenemos otra opción —dijo Fidel—. Mientras no veamos que es imposible tenemos que seguir escarbando y despejando la galería. Todos estamos bien y tenemos unas mulas para mover las vagonetas. Yo digo que mientras solo sea costero suelto trabajemos. Si luego nos encontramos con que el techo se ha hundido, pues ya veremos, porque ir removiendo escombros y, a la vez, ir posteando para reemplazar los cuadros que cedieron, ya sería demasiado en nuestras condiciones.

—Estoy de acuerdo. Lo que no podemos es sentarnos a esperar que desde afuera hagan todo el trabajo —insistió Luis—. Tomaría más tiempo y tampoco me parece que lo tengamos de sobra. Así que, si no hay objeciones, yo digo que continuemos trabajando como se había acordado, a menos que alguien tenga una idea mejor de cómo podamos resolver esta situación.

No hubo respuesta alguna. Todos, sin decir nada, volvieron a sus labores, estuvieran de acuerdo o no.

 


CAPÍTULO 6

Cinco mujeres y una mala noticia

Atardecía sobre aquel pueblo enclavado en la confluencia de dos pies de monte, a lo largo de los cuales, dividiéndolo en dos partes, discurría el cauce de un río de pequeñas proporciones y negras aguas, producto del lavado del carbón.

El pueblo estaba formado por menos de cincuenta casas. Buena parte de ellas se salteaban por aquí y allá, subiendo por las laderas hasta donde la vista alcanzaba, casi ocultas entre los frondosos árboles. La mayoría, sin embargo, se apretujaban en la vaguada formando dos grupos bien definidos: uno, con la escuela y la capilla, ocupaba el lado derecho del río; en el otro, las casas se alineaban a lo largo de la estrecha y sinuosa carretera comarcal.

En una pequeña casa tres mujeres conversaban de manera animada, sentadas alrededor de una recia mesa. Estaba hecha de madera y la superficie rectangular podía levantarse por un lado abisagrado. En su interior dejaba espacio para guardar pan, manteles o cualquier otro utensilio pertinente. En un lateral había un banco corrido; en el otro, un escaño permitía sentarse y también guardar cosas dentro de él. En cada cabecera destacaba una sencilla silla, siendo el conjunto suficiente para acomodar a seis personas.

La mesa estaba situada a un par de metros en frente de la cocina de carbón, sobre cuya metálica superficie una cafetera dejaba salir su aromático vapor. Apartadas hacia uno de los extremos con menor temperatura, dos ollas mantenían templada la comida de la cena, lista para ser servida en cualquier momento. A pesar del frío exterior, las rojas brasas del carbón, dentro del hogar bien atizado, calentaban el ambiente lo suficiente para andar con un jersey puesto. Se trataba de una pequeña y sobria estancia utilitaria, que hacía de cocina, de comedor y de sala de estar al mismo tiempo.

Cada una de las mujeres tenía frente a sí una taza con café negro.

—¿Entonces, Josefina, cuándo pensáis terminar de bautizar al niño?

La mujer que preguntó, con sus sesenta y cinco años a cuestas era la de más edad. Era menuda, delgada y de aspecto nervioso. Usaba gafas de gruesos cristales en una sencilla montura de alambre. Hacía evidente su condición de viuda al vestir de luto riguroso. En el atuendo no faltaba ni el delantal, que nunca se quitaba, ni la pañoleta con la que se cubría el cabello recogido en un moño.

La más joven, a quien fue dirigida la pregunta, contaba veinte años. Era de tez bastante blanca y tenía los ojos de un caramelo claro, con una cabellera muy negra cayendo sobre los hombros. De mediana estatura y constitución fuerte y armoniosa, cargaba en brazos un bebé. Ella respondió:

—Maruja, hasta ahora a los padrinos no se les ha terciado poder venir, porque son de Felechosa y estaban atareados con sus cosas. Pero ya hablamos con el párroco y tenemos pensado hacerlo este domingo próximo, aprovechando que tiene otros dos o tres bautizos más, según nos dijo.

—Mira mujer, que en esto del bautismo no se puede dejar pasar tanto tiempo, que si al crío le pasa algo, Dios no lo quiera, claro está, no podrá entrar en el Cielo como un angelito.

—¡Tú y tus cosas, Maruja! —Dijo con voz fuerte la tercera mujer, que tenía treinta y cinco años, estatura más alta y un cabello castaño recogido en una cola de caballo—. Bastante tiene ya Josefina, como para venir tú asomando posibles desgracias para la criatura. Si por ti fuera, las parteras estarían sacando a los críos por un lado; mientras, en el otro, el cura aprovecharía la propia agua bendita para el doble propósito de lavarlos y bautizarlos.

—Vamos, vamos, Teresa, que tampoco la cosa es para tanto. No seas exagerada —dijo la viuda—. Porque mira que la criatura verdaderamente parece un angelito. Nunca en este pueblo ni en todo el Concejo, hasta donde yo he sabido y visto, un crío ha nacido con el pelo tan rubio como éste, que más bien parece blanco cuando le da el sol. Lástima que no se le vaya a quedar así.

—En eso del pelo tengo que darte toda la razón. Porque llama la atención. Y yo más bien diría que ojalá se le quedara así de rubio, que por el lado del padre algunos lo tienen, aunque no tan claro.

—Por otra parte —dijo la viuda—, yo lo digo por que con los mandatos de la Santa Madre Iglesia, así como con los civiles, no es para andarse jugando. Con unos porque puede haber un castigo de las leyes divinas; con los otros, por el castigo de las leyes humanas, que son menos flexibles que las celestiales y no basta con arrepentirse para evitar la pena —sentenció solemne—. Que mira lo que pasó ya por descuidarse en ciertas cosas. Ahora, la pobre criatura, que ninguna culpa tiene, ni siquiera podrá decir que nació el día en que nació, sino en uno más tarde.

—¿Y eso por qué? Esa sí que no me la sé. ¿El crío no nació el día veinte? —preguntó Teresa.

—Sí, nació ese día —dijo Josefina riendo divertida.

—¿Qué paso entonces? ¿Por qué afirma Maruja que tiene que decir que nació un día más tarde?

—Por nada en particular, mujer. Simplemente fue que no pudimos presentarlo dentro del término, así que no tuvimos más remedio que decir que nació el día veintiuno para que no nos multaran.

—¡Ah, vamos! Eso no tiene mayor importancia. Ni que fueras la única que ha hecho eso. Pues mira tú, quizás haya sido dispuesto así por los designios divinos, para despistar. Acaso al niño le espera tomar parte en algo grande cuando crezca, y no quiere Dios que se sepa el día exacto de su nacimiento.

—¿Grandes cosas? Mujer, pues yo no veo la relación entre uno y otro —dijo la viuda Maruja en su usual tono agorero y sentencioso—. Porque, así pensando, también podría suceder que, como ya comienza edificando su vida sobre una mentira, podría muy bien resultar un vividor. Mira lo que le sucedió a Juana la Gotera con el hijo mayor, que tantos disgustos le dio. A ese también lo habían presentado tarde. O acaso se dedique a ser un charlatán de feria o, si le va mejor, hasta llegue a ser uno de esos políticos mentirosos, de los que siempre prometen y nunca cumplen. Porque las madres se hacen tantas ilusiones con sus hijos y mira tú cómo, luego, dan disgustos y desengaños.

—¡Maruja, estás peor que un cuervo! —Dijo Teresa—. ¡No seas ave de mal agüero, mujer! Hasta ahora no has dicho nada agradable. ¿Tú te das cuenta de lo que dices cuando hablas? Definitivamente, a ti como que te hace falta un hombre. ¿Por qué mejor no sales a buscarte uno?

—¡No mujer, que va! Como el mi Segismundo no voy a encontrar otro igual. Yo pienso guardar luto a su memoria.

—Entonces adopta un guaje, porque la falta de marido y de hijos te deja demasiado tiempo para pensar idioteces, que ni vaca, gallinas, perro ni gato tienes en que ocuparte.

Josefina las escuchaba sin dejar de sonreír, divertida por las ocurrencias. Aquellas dos vivían discutiendo por uno y otro; era que no podían estar juntas.

—¿Queréis un poco más de café? —Las interrumpió.

Las dos mujeres asintieron. Josefina dejó el niño en brazos de Teresa, mientras se acercaba a la cocina. De la cafetera que se encontraba sobre la plancha sirvió otras tres tazas. De inmediato, la aromática infusión de café, rendido con la infaltable achicoria, volvió a inundar el ambiente de manera muy grata.

—Pues está majísimo el crío, de verdad que parece un angelito —dijo Teresa contemplándolo arrobada—. Aunque yo no logro saber a quién se parece. Lo que es para mí, todos los recién nacidos se ven iguales.

—¿Cómo que no sabes a quién se parece? —Saltó Maruja—. No hay más que verlo para darse cuenta de que tiene los ojos y las mismas cejas cargadas del padre, pero la nariz pequeña y la boca grande de la madre.

—Bueno, si tú lo dices, porque yo no lo veo —insistió Teresa—. Por cierto, que anoche me pareció escucharlo llorar. ¿Qué le pasaba?

—No lo sé —dijo Josefina—. No dejó de llorar en toda la bendita noche y no logramos saber la causa. Al principio pensamos que podía dolerle la barriga, pero eso no era. Entonces pensamos que tenía gases, pero nada. Tampoco tenía hambre, fiebre ni nada que pudiéramos notar. Llegamos a creer que podían ser los oídos. El caso fue que no cejaba el llanto ni teniéndolo en la cuna ni en brazos. Nos dio una noche fatal. José lo cargó un rato y pareció que el crío se tranquilizaba algo, pero luego volvió con el llanto.

—¿Y José tampoco durmió nada?

—Él estaba cansadísimo; llegó de noche porque se ha quedado a doblar varios días y, a pesar del cansancio que tenía encima, el llanto no lo dejaba dormir. Así que yo lo deje solo arriba en la habitación y me vine para la cocina con el niño. Pasé toda la noche en vela, cargándolo y caminando de acá para allá, dando vueltas como en un tiovivo, sin saber qué hacer, cantándole a ver si servía de algo. Me dije que en la mañana lo llevaría al médico, pues aquello ya no era normal.

—¿Y qué pasó?

—Casi para el amanecer, el niño se fue tranquilizando sin explicación alguna. Al igual que había comenzado dejó de llorar y se durmió profundamente, hasta las tres de la tarde. Ni siquiera lo desperté para que mamara. Yo dormí también toda la mañana, porque estaba que no me tenía.

—Qué raro, mujer. ¿Qué cosa podría haber sido? —preguntó Teresa con aire de extrañeza.

—Pues no puede haber sido otra cosa más que el fantasma —pronosticó Maruja—. Los críos son muy sensitivos para eso.

—¡Ya tuviste que salir tú! —saltó Teresa.

—Como lo dije —añadió la viuda sin hacer caso—, en esta casa hay un fantasma. Hace como treinta años que vivió aquí el viejo Bragamonte. Él no era de estos lados, llegó luego de que se vino a menos en su fortuna, por haberla dilapidado miserablemente en sus desmanes y correrías. Bien que le gustaban las mujeres, la bebida y el juego al muy libertino y zángano. Estiró la pata después de una penosísima y larga enfermedad de casi dos años. Desde entonces, debido a su dolor y sufrimientos, y supongo que también por su sucia conciencia, su alma anda en pena y no deja en paz a nadie de los que en esta casa han vivido después.

—Maruja, Maruja, tú y tus cuentos macabros —dijo Teresa con tono de resignación, cerrando los ojos y moviendo la cabeza de un lado a otro—. ¿Será posible, mujer, que tú no puedas darle una simple palabra de aliento a nadie? Todo lo contrario, no traes contigo sino expresiones de lo más desagradables, pesares y desánimos.

—Mujer, si tan solo he dicho la más absoluta verdad. Es sabido que en esta casa hay fantasmas. No es por infundirle temores a nadie.

—Maruja, tú eres la que has vivido siempre llena de tus temores, perseguida por tus propios fantasmas personales, queriéndoselos endilgar a los demás. Tú que vas a misa sin perder ni un solo día. Tú que te das golpes de pecho en la primera fila para que todos te vean, como los propios fariseos. Que solo te falta gritar en público tus pecados, aunque ya no me extrañaría tampoco que asegures que no tienes ninguno. ¿Acaso no conoces lo que es la caridad?

—¡Claro que la conozco!, no faltaba más. Y bien que yo la practico como buena cristiana.

—¿Que tú la practicas? ¿A quiénes cuentas eso? Por favor, mujer, no nos hagas reír, porque tengo los labios cuarteados del frío y me duelen. ¿Acaso crees tú que toda la práctica de la caridad, como tú la entiendes, se remite a darle unos céntimos o un trozo de pan duro al pordiosero que te pide? ¿O a colocar un real en el cepillo de la iglesia los domingos, y prender alguna vela al santo de tu devoción? A mí me parece que la caridad comienza por tus vecinos. Y eso significa no desanimarlos ni llenarlos de temores. Al contrario, la caridad es ayudarlos aunque tan solo sea con una palabra de aliento y de consuelo. Hasta una mentirilla vendría bien, si eso les infunde algo de esperanza y los puede hacer, si no más felices, al menos un poco menos infelices. Porque, en un sentido u otro, todos vivimos de esperanzas. Ahora que le soltaste a Josefina tu historia de fantasmas y viejos decrépitos, padeciendo enfermedades dolorosas en esta casa, y asociándolo, además, con el niño, ¿tú crees que Josefina va a dormir mejor? 

—Pero bueno, mujer, ¿y si es la verdad por qué tengo que callarla? —insistió la viuda, plantada en sus trece.

—¡Qué verdad y qué ocho cuartos! —dijo Teresa, ya vivamente molesta—. ¿O acaso estás perdiendo la memoria? Yo era apenas una niña y no lo conocí personalmente, pero bastante que lo escuché mencionar a mi abuela. Yo te digo que el viejo Sebastián Bragamonte no vivió aquí sino en la casa que está más abajo, en la vuelta de La Tablera, donde antes vivió la Roquera.

—¿La casa donde ahora vive Paco el andaluz con su familia? —preguntó Josefina.

—En esa misma. Porque esa casa era de mi abuela materna, y se la tuvo arrendada al viejo Sebastián hasta que murió. Fue de una larga enfermedad, eso sí. Pero Maruja no solo se equivoca de casa, y por mucho, sino que pareciera que está narrando la agonía de su propio esposo. Sí, no me pongas esa cara de ofendida. Todas sabemos que el pobre escupió el hígado por la boca, pedazo a pedazo, debido a la cirrosis que se lo comió vivo. Durante toda su vida no fue más que un borrachín, a quien el vino le gustaba más que un dulce a un crío. ¿Y sabes qué te digo? Que no me extraña nada que él prefiriera estar borracho y atolondrado, si tenía que escuchar tu sarta de estupideces todo el día.

—¡Ah, no! ¡Eso si que no! —Chilló la viuda levantándose de la mesa como picada por un áspid—. ¡No voy a tolerar que manches la sagrada memoria de mi difunto esposo! Yo no pienso escuchar tus palabras venenosas.

Vivamente indignada se dirigió hacia la puerta que abrió con brusquedad. Salió justo en el momento en que llegaba otra mujer, cruzándose ambas.

—¡Válgame el Cielo, que casi me lleva por delante esta mujer! —dijo la recién llegada, quien rondaba los cuarenta años, era un tanto rellenita de carnes y mostraba una actitud jovial—. ¿Qué mosca le picó a Maruja Cabanielles, que salió hecha un basilisco?

—Pues nada Lola, que Teresa ha vuelto a hacer una de las suyas —le dijo Josefina sin dejar de reír.

—¡Oh, vaya! No me extraña nada. ¡Ay, que majo se ve el crío dormido! Déjame cargarlo un rato, anda, déjamelo.

—Sí, mujer, toma —dijo Teresa—. Por más que lo intento yo no me las aguanto. Porque ya va siendo hora de que alguien le cante las cuarenta y la ponga en su lugar. Con el cuento de la edad y su viudez, ella piensa que todos debemos de quedarnos callados oyendo las estupideces que suelta por la boca. ¿Crees posible, Lola, que en cosa de poco más de una hora y media que hemos estado aquí, ella no ha tenido una sola expresión de aliento para Josefina ni para el niño? Porque cuando hace algo bien con las manos, parece que se arrepintiera de inmediato y lo deshace con los pies.

—Pues claro que me lo creo —dijo Lola—, no tienes por qué esforzarte en explicarme. ¡No la conoceré yo! Estoy segura de que tú, que no tienes pelos en la lengua, le recordaste a su difunto marido, pues es lo único que la pone así de enfadada. ¿Me equivoco?

—Para nada —respondió Josefina mientras le servía una tacita de café negro—. Que ella no piensa lo que dice es más que evidente. Pero no es una mala persona.

—Mala no lo es, eso es muy cierto —convino Teresa—, porque cuando necesitas su ayuda la consigues. Lo único malo es su boca, que ella es de las que hablan primero y piensan… ¡No sé cuándo piensa!, la verdad. A veces me pareciera que le falta un tornillo en la cabeza. Es incapaz de darse cuenta de que puede herir o inquietar a los demás con las cosas que dice.

—En eso tienes razón, Teresa —dijo Josefina—, aunque creo que esta vez fuiste un poco dura al mencionarle lo de su esposo, al menos en la forma tan cruda en que lo hiciste. Que nada de lo que dijiste es mentira, en cuanto a la enfermedad de su esposo. Solo pienso que resultó algo fuerte espetárselo de esa manera, sobre todo cuando ella trata de escapar de esos amargos recuerdos, cambiándolos a su manera para hacerlos más soportables.

—Es posible. Quizás me excedí, pero es que me dio mucha rabia su insensatez con lo que te dijo de los fantasmas. Tú estás con la preocupación por tu hijo, sin saber si esta malo o lo que le pasa, y a ella no se le ocurre otra cosa que llenarte la cabeza con historias de esa naturaleza.

—Bueno, olvidemos el asunto —dijo Josefina—. ¿Cómo van las cosas por tu casa, Lola?

—¡Uf! ¿Qué os cuento? ¿Por dónde queréis que empiece la lista de calamidades?

—¿Una lista? ¿Tantas son? —preguntó Teresa.

—Y tanto. Porque bien cierto es que cuando al pobre le da por tender la ropa, llueve aunque haga sol.

—¿Qué te pasó ahora, mujer?

—¿Qué otra cosa iba a pasar? Pues ni más ni menos que la vaca casina perdió la cría que esperaba.

—¿Cómo va a ser? —preguntó Josefina.

—Pues muy fácil, mira tú. Tan solo rodó por el prado abajo, cayó al camino y abortó. Menos mal que no se mató.

—¿Y qué esperabas, Lola? —Le preguntó Teresa con aire de asombro—. ¿De qué te sorprendes? Eso se veía venir. Ese prado que tenéis en la Borroná, de tan empinado es solo para cabras y rebecos; que todo hay que decirlo. Os empeñasteis en meter vacas allí cuando no serviría ni para burros. Sería preferible que metierais ovejas, o mejor queda para hierba.

—Bueno mujer, sucedió. Estamos pensando en eso mismo, precisamente, dejarlo para hierba. El caso es que nosotros teníamos intención de vender el ternero. Ahora, nada de nada. Adiós dinero que te vas volando. Lo que os digo, es la misma eterna historia del pobre.

—¿No fue hace cosa de un par de semanas que perdisteis un caballo también? —Le preguntó Josefina.

—Ese fue mi hermano. Una yegua, preñada también. Precisamente cuando Juan la iba a llevar al mercado de Mieres para venderla. Y mira que anda necesitado en estos momentos, y buen dinero que valía esa percherona estando preñada, porque tenía una estampa preciosa. Se salió del prado del Castro y se despeñó en los altos del Pico Moros, que ella sabría qué demonios fue a hacer por allí, nevando como estaba. Él piensa que quizás la asustaron los lobos y se resbaló en el hielo tratando de escapar. Solo que en vez de agarrar para aquí abajo le dio por tirar para arriba.

—Creo recordar que fue en este diciembre que vosotros tuvisteis otro problema con los animales —dijo Teresa.

—Sí, mujer, con otra vaca. Una ternera primeriza. Y a esa sí que la teníamos bien cuidada en la cuadra del hórreo. Pero no logró parir sola. Cuando nos vinimos a dar cuenta del atraso ya la cría le había muerto dentro. Entre varios hombres intentaron sacársela, amarrándole unas cuerdas a las patas delanteras y a la cabeza. Todo resultó inútil y lo único que se consiguió fue malograr a la ternera.

—¿Y en esas circunstancia no pudisteis mejor haber llamado al veterinario? —preguntó Teresa.

—No quisimos gastar. Lo hicimos luego, de emergencia, y no os cuento. A fe mía que nunca he visto tal carnicería como la que hizo ese hombre, para poder sacar a la cría. Al final vimos que era un jato enorme, con una cabeza y un culo tan grandes que era imposible que hubiera salido en una ternera tan pequeña. El condenado animal habría hecho un semental precioso, que hubiera valido su peso en oro. Así que nos quedamos sin el jato y, encima, tuvimos el gasto del veterinario. Me queda el triste consuelo de que logramos salvar a la ternera, que llegué a pensar que la perdíamos también, de tan herida que quedó. Poco faltó, pero ya está bien.

—Alma mía, vais a tener que santiguaros todos vosotros, y pedirle al cura un par de misas, que no salís de una —dijo Teresa.

—Si con eso se arreglaran las cosas, mira tú que ya me habría dado siete santiguadas a falta de una sola, y por lo menos pagado media docena de misas, si acaso el cura se conformara con dinero.

—¿Cómo que si se conforma con dinero? —dijo Josefina extrañada—. ¿Y con qué se pagan ahora, en especie?

—No, mujer, quiero decir que recibir regalado vaya que saben, pero a la hora de tener que dar algo bien que lo cobran. El mi hombre no quiere saber de ellos. Todavía dice que todos los curas son unos miserables espías del franquismo. Les tiene una ojeriza que ni mencionárselos. Dice que las iglesias las construyen a fuerza de donaciones. Que son de la Iglesia, eso sí, pero luego quieren que el mantenimiento corra por el municipio o por los fieles; para ellos el beneficio y para los demás el gasto.

—Bueno, ¿y a caso no es cierto eso? —dijo Teresa.

—No sé; lo será. Lo que es a nosotros, este año nos está resultando ser un año de perros. Aunque me parece a mí que lo que estamos es pasando por los años de las siete vacas flacas.

—¿Siete? Bastantes más que esos llevamos todos nosotros, desde antes de la maldita guerra civil —dijo ahora Josefina en tono enfático—. Porque a ti no es que te vaya mucho mejor, Teresa.

—Bueno, muchacha, la verdad es que no, pero prefiero no hablar de ello, que me pongo de mal humor.

—¿Como cuando vienes del economato? —Josefina soltó una carcajada—. ¿Tú la has visto, Lola? Llega con el cestón en la cabeza, echando más chispas que la locomotora del Vasco cuando sube hacia Collanzo con todos los vagones. No le preguntes nada en esos momentos, porque te come viva.

—¡Ay!, no me hables del economato que reviento de la rabia y la indignación —dijo Teresa—. Son todos unos miserables ladrones. Suben los sueldos de los mineros en un par de pesetas, como si hicieran una gran concesión a los trabajadores. Pero, el día antes de cobrar el primer aumento, ya subieron el precio de todos los artículos en un real por lo menos. ¡Así cualquiera tiene trabajadores! Lo que les pagas, cuando entran por una puerta, se lo quitas cuando salen por la otra; de esa forma todo queda en casa.

»Las minas son de ellos, los economatos, los sanatorios y ahora también los pisos que hacen para los mineros, son de ellos. No se les pierde ni una sola peseta de lo que te pagan. En el economato tienes que vigilar lo que te pesan, porque en cuanto te descuidas te trasquilan más que un molinero en la maquila. Yo llevo una pesa de medio kilo, para probar las balanzas y ver si están marcando bien.

—¿Cómo va a ser, Teresa? ¿Hasta ese extremo llegas tú?

—Yo sí, Lola, y sin ninguna pena. Como lo oís las dos. Hasta los huevos hay que mirarlos uno por uno contra la luz de una bombilla, para ver si están buenos. Si no lo haces, seguro que en una docena te entran dos malos, al menos.

—¿Y por qué compras huevos? ¿Acaso no tenéis un montón de gallinas? —preguntó Josefina.

—Claro que sí, pero las condenadas parece que se antojaran de dejar de poner todas a la misma vez; será por el frío. Los huevos no nos están alcanzando, y es lo que más comemos para el desayuno y la cena. El mi hombre, si no le pongo un par de huevos fritos para el desayuno dice que no se siente bien. Cuando podemos los compramos por aquí, a cualquier vecino, pero no suelen sobrar.

—Bueno, bueno; me parece que tú te quejas demasiado —dijo Lola—. ¿Acaso tu marido no es capataz?

—¿Y qué con eso? —dijo Teresa alzando los hombros—. ¿Crees tú que lo que Carlos gana de más en el pozo, que lo que pueda ganar tu Tonín como vigilante o José como picador, representa una diferencia tan abismal en el sueldo? Mujer, quejarme de mi suerte no me quejo, porque no soy tonta para no darme cuenta de que estamos mejor que muchos; no lo voy a negar, que hipócrita no soy. Pero tampoco vayáis a creer que nadamos en la abundancia, como para irnos a Gijón en el verano a tomar los aires del mar. Si tuviéramos uno o dos chavales, nada más, otro gallo nos cantaría, pero con seis muchachos comprenderéis que las cosas no estén como para comprar flores y tirar voladores.

—¿Bueno, quién te mandó? ¿O a caso los críos te los envió Franco por correos? —dijo Lola burlona—. Ahora, mira, tú aguántatelos encima.

—¡Oye, tú, yo no me estoy quejando de ellos! Llegamos a tener seis varones tratando de sacar la niña, que nunca nos llegó. Dios sabrá dónde estaba metida. A mis hijos los disfruté cuando eran unos bebés, y los disfruto también ahora que los veo crecer. Ellos son mi mayor ayuda y mis alegrías, por más que todo el día yo viva riñéndoles, que ya ellos saben que yo soy así, una refunfuñona y nada más. Bien que me torean cuando ellos quieren, pero bastante que me ayudan también.

—Eso es muy cierto. Esos críos te ayudan todo el santo día —dijo Josefina.

—Así es: barriendo, fregando los platos, buscando el agua en la fuente, llevando la comida al cerdo, haciéndome mandados y tantas otras cosas, que hasta sus camas también se hacen ellos. Sí señoras, y orgullosos que se sienten los mayorcitos de la ayuda que me dan.

—La verdad es que yo no sé cómo has logrado tú eso con los varones. Ya ves Amelia: cuatro hijas y ninguna le sirve para nada —dijo Lola.

—Las cosas están cambiando en el mundo —añadió Teresa—. Yo soy de las que cree que, en estos tiempos, un hombre debe de ocuparse de algunas cosas dentro de la casa. Ya veis por ahí a tantos que no llegan a casarse. Cuando les toca vivir solos, porque la madre se murió, se vuelven unos amargados incapaces de hacer por sí mismos algo del trabajo hogareño, que no saben ni freírse un huevo, sacarle la raya a un pantalón ni planchar una camisa decentemente.

—¿Y a qué edad te casaste tú, Teresa?

Josefina se lo preguntó mientras le quitaba el niño de los brazos, y lo llevaba hasta la cunita que estaba algo más allá.

—A los diecisiete años, nena, a los diecisiete añitos. No había cumplido los dieciocho cuando ya paría el primero. No me arrepiento en absoluto.

—Pero tú te casaste bien casada —dijo Lola.

—¿A qué llamas tu bien casada, mujer? Porque preñada no estaba cuando entré a la iglesia, si te refieres a eso.

—¡No, mujer! ¡Por amor de Dios! ¿Cómo se te ocurre eso? Me refiero a que tu hombre es instruido, tiene estudios de ingeniero y es capataz en el pozo.

—¡Ah, vamos! Me dejaste confundida. Para mi entender, bien casada hubiera sido con un médico, un prestigioso arquitecto o uno de esos grandes abogados, y estar viviendo en Oviedo o Gijón, mejor aún en Madrid, como toda una señora. Sin embargo, mírame en este pueblucho, remendando y lavando bombachos todos los días, que no hay forma de que Carlos los use tres veces seguidas de sucios que los trae.

—Sí, bien que te entiendo —dijo Josefina en actitud reflexiva—. Como no sea Adela, la molinera, y sé que incluso ella no está económicamente bien, y eso que ella y el marido trabajan como burros, no conozco a nadie a quien las cosas le estén marchando de maravillas. Menos mal que nosotros tenemos abundancia de verduras en la huerta de la Vega. Estas heladas tardías nos ponen a pegar carreras todas las noches, cubriendo algunas siembras. Sin embargo, la cosecha de patatas está saliendo buena, que con unas berzas y un trozo de tocino algo entreverado, bien que tapan huecos a la hora de preparar la comida. Y si les puedo poner un choricín y una morcilla, entonces es la gloria pura. Si no fuera por eso, pues no os cuento cómo andaríamos, porque con los gastos de las reparaciones de la casa y ahora el niño… Pero nada, que también de eso sabéis vosotras un rato largo, que yo apenas tengo el primero.

—Por cierto. ¿José no debería de haber llegado ya? Está oscureciendo —señaló Lola.

—Pues sí, tienes razón. No me había dado cuenta de que era tan tarde —dijo ella dando un vistazo por la ventana—. Me dijo que hoy no iba a quedarse trabajando doble turno, porque estaba muy cansado. Así que no sé qué le puede haber pasado, a menos que se haya parado en casa de Santiago.

—Habrán parado en el bar —dijo Lola.

—No lo creo —rebatió Josefina—. Él no es de los que se quedan a beber, mucho menos estando sucio de la mina. Él siempre viene primero a casa, y si va a salir lo hace después de lavarse y mudarse de ropa. No es amigo de andar por los bares, mucho menos emborrachándose, gracias a Dios.

—Tienes razón —dijo Teresa—, que yo lo conozco bien. Sé que te has ganado una lotería con él y me alegro por ti, porque es buen trabajador y le gusta leer. Lástima que no haya terminado el Seminario o estudiado una carrera.

—Bueno, lo de la carrera es una lástima, lo del Seminario no, porque entonces no nos hubiéramos casado —puntualizó Josefina sonriendo.

—Esta vida del minero es un círculo vicioso —dijo Lola con profundo tono de pesar—. La pobreza que hay en la provincia solo deja sitio para conseguir trabajo en las minas, y el trabajo en la mina no saca a nadie de la pobreza.

No bien hubo terminado esas palabras cuando se abrió la puerta de la casa. Entró el aire frío precediendo a una mujer de unos cuarenta años, quien se apresuró a cerrar tras de sí. Plegó el paraguas y se quitó el abrigo que traía echado sobre los hombros. Las tres mujeres se la quedaron mirando, pues no traía buen semblante.

—Madre, ¿qué te trae por aquí a estas horas? ¿Ha ocurrido algo con papá?

La mujer se acercó a Josefina, la abrazó y dio un beso. Miró a las otras dos unos instantes, luego se acercó a la cocina. Colocó las manos por encima de la plancha, para calentarlas, justificando así el silencio. Las frotó vivamente una con otra, se volteó y dijo:

—Por lo que veo, aún no lo sabéis, ¿verdad?

—¿Saber qué?

Josefina lo preguntó con cierta aprensión, comenzando a sentir que algo malo le iba a comunicar su madre.

—Hace poco que llegó Juanín, el de Robezo, que bajaba del monte. Informó que en La Felicia se produjo un accidente. Hay muchos mineros encerrados desde eso de las tres de la tarde.

Un pesado silencio se adueñó de la estancia. Todas las miradas estaban concentradas en Josefina. Ella sintió que las piernas le fallaban. Se sentó en la silla de donde se había levantado para abrazar a su madre. Con la voz trémula le preguntó:

—¿José se quedó con las brigadas de rescate? ¿O acaso él es uno de los que están encerrados?

—Todo el turno de la mañana está atrapado.

—¿Y no se ha sabido si están bien? —Preguntó Teresa.

—Todo lo que Juanín contó se lo dijo uno de los mineros que trabajaban afuera, ayudando en la remoción de los escombros que taponan la mina. Dijo que se produjo una explosión muy fuerte en la tarde, y luego, al parecer, se derrumbó el túnel principal. Nadie parece saber nada de la condición de los hombres adentro, ya que están totalmente incomunicados. Si alguno de los ingenieros o capataces lo saben no han querido decirlo. Lo cierto es que, entre los que estaban afuera cuando se produjo la explosión, hay varios heridos de gravedad y algún muerto. Se dice que adentro también tiene que haber muertos.

—Entonces la cosa fue seria —dijo Teresa.

La madre de Josefina vio las lágrimas brotar de los ojos de su hija; se acercó a ella, abrazándola.

—Ya no podemos hacer nada, cariño. Me voy a quedar contigo esta noche. En cuanto amanezca, si todavía no los han rescatado, que por ello rezaremos con todo fervor, subimos para ver qué podemos averiguar.

—Óyeme, si quieres yo me quedo cuidando al crío mañana, no faltaba más. —Se ofreció Lola.

—Esta es nuestra eterna y lenta agonía de madres y esposas, la angustia de todos y cada uno de los días —dijo Teresa, pensando en voz alta.

 

 



[1] Perra gorda: nombre coloquial que, junto con el de perrona, se le daba a la moneda de 10 céntimos de peseta.

[2] Merucos: lombrices de tierra.

[3] Guajes: niños, pero utilizado en minería como indicativo de ayudantes. porque solían ser muchachos jóvenes.

[4] Chigre: Bar.

[5] NO-DO: documental de noticias que se exhibía, de forma obligatoria, antes de la proyección de la película en las salas de cine de España entre 1946 y 1976.